Hay un antes y un después en mi vida en la cocina. El «antes» estaba lleno de bases de pizza compradas, esas que prometen un resultado crujiente y acaban siendo una decepción, con una textura a medio camino entre el cartón y la galleta triste.
Mi punto de inflexión fue una noche de viernes. Cansado, con pocas ganas de cocinar, decidí que era el día de enfrentarme al monstruo: la masa casera. Pensaba que sería un proceso larguísimo y complicado, reservado para panaderos con secretos ancestrales.
Descubrí que estaba equivocado. No solo era factible, sino que el proceso de amasar se convirtió en una especie de terapia. Y el resultado… ese olor a pan recién hecho inundando la casa, esa base perfectamente imperfecta, crujiente por fuera y tierna por dentro. Esa noche no solo cené una pizza increíble, sino que gané una confianza que no sabía que me faltaba.
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Un capricho que no tiene por qué ser una bomba calórica
Durante mucho tiempo, asocié la pizza con un exceso de calorías, una de esas comidas que dejas para una ocasión muy especial. La realidad es que, cuando la preparas en casa, tienes el control absoluto de lo que lleva.
Me puse a investigar un poco y me sorprendió gratamente. Una porción de esta masa (calculando que la dividimos en tres pizzas medianas) ronda las 350-400 calorías. Es una base energética gracias a los carbohidratos de la harina, pero no es ni de lejos la bomba calórica que imaginaba.
La gran diferencia está en el resto de los ingredientes. Al hacerla yo mismo, uso un aceite de oliva virgen extra de buena calidad, controlo la cantidad exacta de sal y, sobre todo, decido qué poner encima. Una pizza casera puede ser un plato increíblemente equilibrado si la cargas de verduras frescas y usas una cantidad de queso razonable.
Ingredientes para esta aventura en la cocina
Lo mejor de esta receta es que no necesitas nada extraño. Son ingredientes que probablemente ya tienes en tu despensa, esperando su momento de gloria.
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500 g de harina de fuerza: Este es mi ingrediente estrella. La harina de fuerza tiene más proteína, lo que desarrolla un gluten más fuerte y nos da esa elasticidad tan deseada. Si no tienes, puedes usar harina de trigo común, pero la textura será un poco menos masticable.
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325 ml de agua tibia: Y aquí la palabra clave es tibia. Un error de novato que cometí una vez fue usarla demasiado caliente y, literalmente, maté a la levadura. Tiene que estar a una temperatura agradable al tacto, como el agua para un biberón.
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10 g de sal fina: Potencia el sabor y ayuda a controlar la fermentación. Un pequeño truco es no mezclarla directamente con la levadura al principio para no restarle fuerza.
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10 g de azúcar: No es para endulzar la masa. Es el primer alimento de la levadura, la ayuda a activarse y a que nuestra masa suba con alegría. También contribuye a que coja un bonito color dorado en el horno.
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7 g de levadura seca de panadero: Es el corazón de la masa. Un sobrecito suele ser suficiente. Si prefieres usar levadura fresca, necesitarás unos 20 gramos, y la desmenuzas directamente en el agua.
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Un par de cucharadas de aceite de oliva virgen extra: Le da un sabor increíble y un extra de suavidad a la masa. Me gusta usar uno con carácter, le da un toque muy personal.
Manos a la masa: la preparación paso a paso
Esta es la parte divertida, donde los ingredientes se transforman. Aquí no hay prisas, solo disfrutar del proceso.
Lo primero es despertar a la levadura. En un vaso, pongo el agua tibia, el azúcar y la levadura. Lo remuevo un poco y lo dejo tranquilo unos 10 minutos. Sabrás que está lista porque empezará a formarse una espumita en la superficie. Está viva y lista para trabajar.
Mientras tanto, en un bol grande, pongo la harina y la sal, y las mezclo bien. Hago un hueco en el centro, como un volcán, y ahí vierto la mezcla de levadura ya activa y el aceite de oliva.
Con una cuchara o con la mano, empiezo a mezclar desde el centro hacia los bordes. Al principio parece un caos pegajoso, pero poco a poco todo se va integrando hasta que puedo formar una bola.
Ahora viene mi parte favorita: el amasado. Vuelco la masa sobre la encimera ligeramente enharinada. Durante unos 10 o 15 minutos, me dedico a amasarla. Es un movimiento rítmico: estiro, doblo, presiono. Es increíble cómo la textura cambia bajo tus manos, pasando de ser pegajosa y tosca a suave y elástica.
Cuando la masa está lista, la coloco en un bol limpio con un chorrito de aceite para que no se pegue. La tapo con un paño húmedo y la dejo reposar en un lugar cálido. Yo la suelo dejar cerca del radiador en invierno o en el horno apagado con la luz encendida. En una hora u hora y media, la magia habrá ocurrido y habrá duplicado su tamaño.
Después del reposo, le doy un suave puñetazo para quitarle el aire. Es un momento extrañamente satisfactorio. Luego la divido en dos o tres bolas, dependiendo del tamaño de pizza que quiera, y ya está lista para estirar.
Prefiero estirarla con las manos. Siento que así controlo mejor el grosor y los bordes quedan más esponjosos. ¡Ahora solo queda ponerle tus ingredientes favoritos por encima!
Algunos trucos que aprendí por el camino
Las primeras veces que hice pizza, cometí todos los errores posibles. Pero de ellos aprendí lecciones que ahora son mis reglas de oro.
El truco más importante para una base crujiente es la temperatura del horno. Tiene que estar al máximo. Precaliéntalo mucho antes de meter la pizza, al menos a 220-250 °C. Si tienes una piedra de horno, úsala. Transmite un calor brutal a la base y la deja perfecta.
Un día, por accidente, dejé fermentar la masa en la nevera durante dos días porque me surgió un imprevisto. Fue el mejor error que pude cometer. La fermentación en frío desarrolla unos sabores mucho más complejos. Ahora, si tengo tiempo, siempre la dejo reposar en la nevera al menos 24 horas.
Y un último consejo: no sobrecargues la pizza. Sé que es tentador ponerle de todo, pero si pones demasiados ingredientes húmedos, la base puede quedar blanda. A veces, menos es más. Una buena salsa de tomate, mozzarella de calidad y un par de ingredientes más son suficientes.
Un ritual que va más allá de la cena
Con el tiempo, hacer pizza los viernes se ha convertido en un ritual. Ya no es solo una solución para una cena rápida, es un momento de desconexión y de creatividad. Es pensar en la semana mientras amaso, es ver la transformación de algo simple en algo delicioso.
Esta receta ha evolucionado conmigo. A veces le añado hierbas a la masa, otras veces uso una mezcla de harinas. Cada pizza es un poco diferente, un reflejo del día. Quizás eso es lo que la hace tan especial. No es solo una masa, es una historia que se cuenta en cada bocado.
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