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Bocaditos de panqueque

No hay fin de semana en casa que no me pidan estos bocaditos. Mi hijo pequeño los llama «nubes de desayuno», y creo que no hay una descripción más acertada.

Recuerdo la primera vez que los hice. Fue un domingo lluvioso, de esos que invitan a quedarse en pijama y disfrutar de algo dulce y reconfortante. Quería hacer panqueques, pero de una forma que fuera más fácil de compartir y que no requiriera estar de pie frente a la sartén durante una eternidad.

La idea de hacerlos en miniatura fue un éxito inmediato. Desaparecieron del plato en menos de cinco minutos, y desde entonces, se convirtieron en un pequeño ritual. Son esa clase de receta que te hace quedar bien sin apenas esfuerzo, y que llena la cocina de un olor que, simplemente, huele a hogar.

El tema de las calorías, sin dramas

Hubo una época en la que empecé a fijarme más en lo que comíamos. Por pura curiosidad, calculé las calorías de la receta original que usaba y, sí, era un pequeño capricho. Un plato generoso podía rondar fácilmente las 500 calorías si te dejabas llevar por el sirope.

Así que empecé mi pequeño proyecto personal: reducir las calorías sin que nadie en casa se diera cuenta. Fue un proceso de prueba y error. Reduje un poco el azúcar, cambié a leche semidesnatada y empecé a controlar más la mantequilla.

El resultado es esta versión. Con toppings ligeros como fruta fresca o un yogur, cada porción se queda en unas 350 calorías, más o menos. Es un desayuno que te da energía y te alegra el día, pero sin sentir que has tirado por la borda la semana. Nadie ha notado la diferencia, y yo me quedo más tranquilo.

Ingredientes para esta receta

Lo mejor de estos bocaditos es que probablemente ya tengas todo lo que necesitas en tu despensa. No hay nada exótico aquí, solo ingredientes sencillos que juntos crean algo especial.

Para la base seca, necesitarás unas dos tazas de harina de trigo, la de todo uso funciona perfectamente. A eso le añado un par de cucharadas de azúcar, aunque a veces, si sé que voy a usar una mermelada muy dulce, le pongo un poco menos. El secreto de la esponjosidad está en una cucharadita de polvo para hornear y media de bicarbonato de sodio.

Luego vienen los ingredientes húmedos. Siempre uso dos huevos grandes. La teoría dice que deben estar a temperatura ambiente, pero siendo sincero, la mayoría de las veces los saco directamente de la nevera y el mundo no se acaba. La leche, alrededor de taza y media, sí que me gusta que esté un poco tibia. Y por supuesto, la mantequilla: un cuarto de taza, derretida. Le da un sabor increíble. Un chorrito de extracto de vainilla es el toque final.

Manos a la masa: así empieza la magia

El proceso es casi terapéutico. Primero, en un bol grande, mezclo todos los ingredientes secos. Me gusta pasarlos por un colador para que se aireen bien; es un pequeño paso que marca una gran diferencia en la textura final.

En otro recipiente, bato ligeramente los huevos y luego añado la leche tibia, la vainilla y la mantequilla ya derretida y un poco enfriada. No quiero que el calor de la mantequilla cocine los huevos.

Ahora viene el momento clave. Vierto la mezcla líquida sobre la seca. Aquí aprendí una lección por las malas: no hay que sobrebatir. La primera vez que los hice, batí la masa hasta que no quedó ni un solo grumo, y los bocaditos salieron duros como una piedra. Ahora simplemente mezclo con una espátula hasta que los ingredientes se integran. Si quedan algunos grumos pequeños, mejor.

Si tengo cinco minutos, dejo reposar la masa. Ese pequeño descanso permite que la magia del polvo de hornear empiece a actuar y quedan aún más aireados.

Caliento una buena sartén antiadherente a fuego medio. Un poquito de aceite o mantequilla para engrasar y, cuando esté caliente, voy echando la masa con una cuchara. Una cucharada por bocadito es la medida perfecta.

Esta parte es rápida, no tardan más de uno o dos minutos por cada lado. Sabrás que es hora de darles la vuelta cuando veas que empiezan a salir burbujas en la superficie. Una vez dorados por ambos lados, los voy pasando a un plato. Toda la faena, desde que empiezo a mezclar hasta que tengo un plato lleno, no suele llevarme más de 20 minutos.

Consejos y variaciones para el día a día

Con el tiempo, he ido descubriendo algunos trucos. Por ejemplo, a veces hago una tanda doble durante el fin de semana y congelo los que sobran. Son un salvavidas para los desayunos de los días de diario. Los pongo directamente del congelador a la tostadora y quedan como recién hechos.

La masa es un lienzo en blanco. A veces, si los niños están de antojo, le añado unas chispas de chocolate a la masa justo antes de cocinarlos. Otras veces, para darles un toque más fresco, les pongo unos arándanos.

En cuanto a cómo servirlos, en mi casa hay dos equipos. Mi mujer y yo solemos tomarlos con fruta fresca y un poco de miel. Es una combinación ligera y deliciosa. Mis hijos, en cambio, son del equipo del sirope de arce o, en días de celebración, de la crema de chocolate.

Una vez, para una merienda con amigos, los serví en una fuente grande en el centro de la mesa, rodeados de pequeños boles con diferentes toppings: mermelada, dulce de leche, plátano en rodajas, nueces… Fue un éxito rotundo, cada uno se los preparaba a su gusto.

La alegría de un bocado sencillo

Al final, esta receta es mucho más que una simple lista de ingredientes y pasos. Es el olor que inunda la cocina un sábado por la mañana, es ver las caras de mi familia disfrutando de algo hecho en casa, con cariño.

Es increíble cómo algo tan simple, que se prepara en un suspiro y con un coste nutricional más que razonable, puede traer tanta alegría. No es un plato de alta cocina, ni pretende serlo. Es comida real, reconfortante y deliciosa. Un pequeño recordatorio de que, a menudo, los momentos más felices se cocinan a fuego lento y se comparten en la mesa.

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