Hay sabores que te transportan. Para mí, el de la cocada me lleva a una tarde de lluvia torrencial, de esas que te calan hasta los huesos, refugiado bajo el toldo de un puesto callejero. El olor a coco y azúcar caramelizándose era un abrazo en medio del caos.
Desde ese día, me obsesioné con replicar esa sensación. No la receta de una abuela, sino el recuerdo de un desconocido que, sin saberlo, me regaló un momento de pura felicidad.
Me costó lo suyo, no te voy a mentir. Hubo intentos que terminaron en un desastre pegajoso y otros en una piedra dulce imposible de morder. Pero en el camino aprendí los secretos que no vienen en los recetarios formales.
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Una dulce verdad: hablemos de calorías
Cuando empecé a prestar más atención a lo que comía, me di cuenta de que este capricho no es precisamente ligero. Una porción generosa, como las que venden en la calle, puede rondar las 400 o 500 calorías con facilidad. Es una bomba de energía, azúcar y grasa.
Al principio me desanimé un poco, pero luego entendí que no se trata de prohibir, sino de disfrutar con conciencia. Ahora hago porciones más pequeñas, de unos 3×3 cm, y cada una tiene unas 120-150 calorías.
Así, deja de ser un exceso para convertirse en ese pequeño lujo que te permites de vez en cuando, el bocado perfecto para acompañar un café amargo y cerrar la semana. No es comida de diario, es una celebración.
Lo que vamos a necesitar
La lista es engañosamente corta, lo que te hace pensar que es fácil. Y lo es, pero el diablo está en los detalles.
El protagonista, sin duda, es el coco rallado. Yo prefiero usar el que no viene endulzado, el natural. Así controlo yo la dulzura final. Necesitarás unas dos tazas bien llenas.
Luego, la leche condensada. Aquí no hay atajos, una lata entera es la que le da esa textura cremosa inconfundible y ese dulzor lácteo tan característico.
El azúcar es clave para la estructura. Dos tazas de azúcar blanco granulado. Sé que suena a una barbaridad, y lo es. He intentado reducirla, pero la cocada no cuaja igual. Es un mal necesario para lograr la textura correcta.
Y por último, una cucharada de mantequilla sin sal. Es el toque final, el que le da un brillo sutil y ayuda a que no se pegue todo de forma dramática.
Manos a la obra: la magia de la paciencia
Antes de encender el fuego, hazte un favor: engrasa una bandeja o una superficie de mármol. Un poco de mantequilla o aceite servirá. Cuando la mezcla esté lista, no tendrás tiempo para esto.
Ahora sí, a la cocina. Coge una olla de fondo grueso. Esto es importante. La primera vez usé una delgada y el azúcar se quemó por el centro mientras los bordes seguían crudos. Un desastre.
Vierte ahí el coco, la leche condensada y el azúcar. A fuego medio, empieza a remover con una cuchara de madera. Y aquí empieza el verdadero trabajo. No puedes distraerte.
Al principio parece una mezcla líquida y sin futuro, pero poco a poco empezará a burbujear. Debes seguir removiendo, rascando el fondo y los lados constantemente. Es un trabajo de brazo que dura unos 20 o 25 minutos. Es mi momento para escuchar un podcast o simplemente desconectar.
Sabrás que está lista por el «punto Moisés». Así lo llamo yo. Cuando pasas la cuchara por el fondo de la olla y se abre un camino que tarda un par de segundos en cerrarse. Puedes ver el fondo de la olla por un instante. Si lo sacas antes, no cuajará. Si te pasas, tendrás un ladrillo.
En ese momento, retira la olla del fuego. Inmediatamente, añade la cucharada de mantequilla y bate la mezcla con energía durante un minuto. Verás cómo pierde un poco de brillo y se vuelve más opaca.
Vierte la mezcla caliente sobre la superficie engrasada y extiéndela con la cuchara. Déjala enfriar por completo. Sin prisas. Pueden ser un par de horas. La paciencia es el ingrediente final.
Trucos que aprendí a base de errores
Una vez, por pura curiosidad, añadí la ralladura de una lima justo al final. El resultado fue increíble, ese toque cítrico corta un poco el dulzor y le da una frescura inesperada. Ahora a veces lo hago.
Un amigo me dijo que le añadiera nueces picadas, pero para mí, rompe la magia. Me gusta la textura pura de la cocada, esa resistencia suave al morder. Pero si te gustan los «tropezones», es una opción.
El corte también es un mundo. La receta original que encontré decía que los cortara en cuadrados de 10×10 cm. ¡Una locura! Eso es una comida completa. Yo los corto en piezas pequeñas, casi como bombones. Son más elegantes y te sientes menos culpable.
Para guardarlas, un recipiente hermético a temperatura ambiente es suficiente. Duran una semana, si es que no desaparecen antes.
Y este es el viaje. De un antojo bajo la lluvia a una receta que ya es mía, con sus manías y sus pequeños secretos. No es solo un dulce, es la prueba de que con paciencia, hasta el recuerdo más fugaz se puede volver algo tangible y delicioso. Es mi pequeño pedazo de memoria hecho golosina.
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