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Dos formas de hacer leche condensada casera

Todo empezó por un flan. No un flan cualquiera, sino el que mi madre preparaba en las celebraciones importantes. Tenía la receta apuntada en una libreta vieja, con sus manchas de aceite y sus dobleces en las esquinas. El ingrediente estrella, el que le daba esa cremosidad inconfundible, era la leche condensada.

Ese sábado por la tarde, con los invitados a punto de llegar, abrí la despensa y sentí ese escalofrío que solo un cocinero aficionado conoce. No había ni una sola lata. La tienda más cercana estaba a veinte minutos en coche y el tiempo corría en mi contra.

Fue un momento de pánico, seguido de una extraña calma. Recordé haber leído en algún sitio que se podía hacer en casa. Ese fue el día en que dejé de depender de las latas del supermercado y descubrí que lo casero, una vez más, tiene un sabor diferente. Un sabor a pequeña victoria.

Una mirada a lo que nos llevamos al cuerpo

Nunca me había parado a pensar en las calorías de una lata de leche condensada hasta que empecé a prepararla yo mismo. Es un capricho, no nos vamos a engañar. Un concentrado de energía y dulzura que hay que disfrutar con cabeza.

Al hacerla en casa, me di cuenta de que podía ajustar un poco la cantidad de azúcar. No cambia drásticamente el perfil calórico, pero psicológicamente, me hace sentir mejor. Una porción de mi versión casera, usando el método lento, ronda las 150 calorías por un par de cucharadas generosas.

No es un alimento para todos los días, pero cuando la ocasión lo merece, prefiero mil veces saber exactamente qué lleva. Sin conservantes, sin aditivos extraños. Solo leche, azúcar y un poco de mantequilla. Es un lujo honesto.

Lo que vamos a necesitar para esta aventura

Con el tiempo he perfeccionado dos métodos. No son secretos de estado, pero cada uno tiene su momento y su lugar en mi cocina.

Para la versión «no tengo tiempo para nada»:

Esta es la que me salvó la vida aquella tarde del flan. Es rapidísima y el resultado es sorprendentemente bueno. Necesitarás una licuadora o un procesador de alimentos.

  • Una taza de leche en polvo. La que tengas por casa funciona, no te compliques.
  • Una taza de azúcar glas. Es importante que sea glas (impalpable) para que se disuelva al instante y no queden grumos.
  • Una cucharada de mantequilla derretida. Le da un toque de brillo y suavidad.
  • Un cuarto de taza de agua muy caliente, casi hirviendo.

Para la versión «domingo por la tarde y manta»:

Esta es mi favorita. Requiere paciencia y cariño. El resultado es una leche condensada más densa, con un color ligeramente dorado y un sabor más profundo.

  • Una taza de leche entera. Por favor, que sea entera. La cremosidad que se consigue no tiene nada que ver con la de la leche desnatada.
  • Una taza de azúcar blanco granulado.
  • Un par de cucharadas de mantequilla sin sal. La buena calidad aquí se nota.
  • Un chorrito de extracto de vainilla, aunque esto es totalmente opcional. A mí me encanta el aroma que le da al final.

El proceso: del pánico a la magia en la cocina

Preparar esto es casi terapéutico. Te obliga a estar presente, sobre todo con el método lento.

Empecemos con la receta exprés, la salvavidas:

Es tan fácil que parece trampa. Pongo la leche en polvo y el azúcar glas en el vaso de la licuadora. Añado la mantequilla que he derretido unos segundos en el microondas y, finalmente, el agua caliente.

Le doy a la máxima potencia. Al principio hace un ruido tremendo, pero en menos de un minuto, la magia ocurre. La mezcla pasa de ser un conjunto de polvos a un líquido espeso y homogéneo. Si la veo demasiado densa, le añado una cucharadita más de agua caliente y vuelvo a batir. La vierto en un frasco y directa a la nevera. Se espesa un poco más al enfriar.

Ahora, mi ritual preferido, la cocción lenta:

Aquí no hay máquinas, solo una olla de fondo grueso y una cuchara de madera. Pongo la leche y el azúcar en la olla a fuego medio. No dejo de remover hasta que siento que el azúcar se ha disuelto por completo. Es un paso crucial para evitar que se pegue.

Una vez disuelto, bajo el fuego al mínimo. Y aquí empieza el juego de la paciencia. La mezcla no debe hervir a borbotones, solo un suave murmullo. Me quedo cerca, removiendo de vez en cuando, mientras la cocina se inunda de un olor dulce y reconfortante.

Este proceso puede llevarme entre 30 y 45 minutos. Veo cómo la leche va cambiando, se vuelve más densa, su color se transforma en un crema pálido. El volumen se reduce casi a la mitad. Cuando tiene la consistencia de un jarabe espeso, la retiro del fuego.

Es el momento de añadir la mantequilla y la vainilla. La mezclo bien hasta que se integra y la dejo enfriar en la propia olla. Luego la paso a un frasco de cristal. Al día siguiente en la nevera, su textura es simplemente perfecta.

Trucos y descubrimientos por el camino

Con los años, he ido experimentando. Un día, por pura curiosidad, le añadí una cucharada de buen cacao en polvo a la versión de la licuadora. El resultado fue una especie de sirope de chocolate espeso que mis hijos devoraron sobre unas tortitas.

A veces, a la versión lenta, cuando la retiro del fuego, le rallo un poco de piel de limón. Le da un frescor inesperado que contrasta de maravilla con el dulzor.

La uso para todo. Para endulzar el café de la mañana, para rociar sobre un bol de fresas, como base para un helado rápido o, por supuesto, para el famoso flan que empezó toda esta historia.

En mi casa me dura una semana en la nevera, guardada en un bote hermético. Si alguna vez ves que se separa un poco la grasa, no te asustes, es normal. Con una buena removida vuelve a su estado original.

Esta receta se ha convertido en algo más que una simple preparación. Es un recordatorio de que, a veces, los pequeños desastres en la cocina nos abren la puerta a descubrimientos maravillosos. Es la prueba de que con ingredientes básicos y un poco de tiempo, podemos crear algo que sabe a hogar.

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