Hay días en que llego a casa y la sola idea de pensar en qué cocinar se siente como una montaña. Esas noches en las que el cansancio gana y la tentación de pedir cualquier cosa a domicilio es enorme.
Durante mucho tiempo, cedía. Pero me di cuenta de que no solo gastaba más, sino que tampoco me sentía bien. Quería algo casero, reconfortante, que no implicara pasar una hora entera en la cocina.
Fue en una de esas tardes grises, rebuscando en la nevera con pocas esperanzas, que nació esta solución. Una lámina de hojaldre, un poco de queso y unas lonchas de jamón se convirtieron en mi ritual para salvar las cenas de entre semana.
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Sobre las calorías y por qué dejé de preocuparme tanto
Al principio, debo admitir que me asaltaba la culpa. «Seguro que esto es una bomba de calorías», pensaba. Me imaginaba que un plato tan delicioso y satisfactorio debía tener un coste nutricional altísimo, y durante un tiempo lo evité.
Un día, por curiosidad, hice un cálculo aproximado. Dependiendo del queso y el jamón que use, una porción generosa de este hojaldre ronda las 400 o 450 calorías. Me sorprendió. No es una ensalada, claro, pero está muy lejos de las 800 calorías que puede tener una pizza individual o un plato de comida rápida.
Entendí que era una cena perfectamente razonable. Me da la energía que necesito, me reconforta y, sobre todo, me hace feliz. Aprendí a verla no como un capricho, sino como una comida equilibrada a su manera, especialmente si la acompaño con algo verde.
Lo que vamos a necesitar para esta salvación de cena
Lo mejor de esta receta es que no necesitas una lista de la compra interminable. La mayoría de las veces, ya tengo todo en casa, esperando ser redescubierto.
La base de todo es una buena lámina de hojaldre. Suelo comprar la rectangular que ya viene refrigerada y lista para usar. Es mi salvavidas oficial. Si la tuya es congelada, recuerda sacarla con tiempo suficiente.
Luego, el relleno. Unas lonchas de jamón cocido de buena calidad funcionan de maravilla. Aunque, si quiero darle un punto más intenso y salado, no dudo en usar jamón serrano. El contraste con el queso es espectacular.
Y hablando de queso, aquí es donde la magia ocurre. Necesitas un queso que se derrita bien y se vuelva cremoso. He probado muchos, pero mi favorito es el queso Gouda o un buen Emmental. Se funden creando un corazón líquido y delicioso que se estira con cada mordisco.
Para el toque final, un huevo. Batirlo y pintar la superficie es lo que le da ese brillo dorado y profesional. A veces, si me siento creativo, espolvoreo unas pocas semillas de sésamo por encima. No cambian mucho el sabor, pero el aspecto es de pastelería.
Manos a la obra: mi ritual de 25 minutos
Lo que más me gusta es que todo el proceso es casi terapéutico y no me lleva más de 25 minutos desde que empiezo hasta que lo saco del horno. Lo primero es precalentar el horno a 200°C. Es clave que esté bien caliente cuando metas el hojaldre para que suba correctamente.
Desenrollo la masa con cuidado sobre el mismo papel que la envuelve. La primera vez que lo hice con prisas, la rompí. Aprendí que hay que tratarla con un poco de cariño, dejar que se atempere un par de minutos si está muy fría.
Luego, corto la lámina en rectángulos. No uso regla ni nada, lo hago a ojo. Suelen salirme unas cuatro porciones de un tamaño perfecto para una cena. Sobre cada trozo, coloco el jamón y encima, el queso. Un error de novato es rellenarlos demasiado. Una vez, el queso se desbordó por toda la bandeja y el desastre para limpiar fue memorable. Ahora dejo siempre un dedo de borde libre.
Para cerrar, doblo la masa sobre sí misma y presiono los bordes con un tenedor. Este gesto me recuerda a cuando mi madre hacía empanadillas. Es un sello que no falla y evita que el tesoro fundido se escape.
Bato el huevo en un cuenco y, con un pincel de cocina, doy una capa generosa por encima. Es el paso que transforma algo simple en un plato que parece mucho más elaborado de lo que es. Justo después, si uso semillas, es el momento de espolvorearlas.
A la bandeja y directo al horno. Lo dejo unos 15 o 20 minutos. Sé que está listo cuando la casa empieza a oler increíblemente bien y al mirar por el cristal veo que los hojaldres están inflados, dorados y crujientes.
Algunos trucos que aprendí por el camino (y a la fuerza)
Con el tiempo, he ido perfeccionando la técnica a base de prueba y error. Por ejemplo, me di cuenta de que si la base quedaba un poco húmeda era porque la bandeja del horno no estaba lo suficientemente caliente. Ahora me aseguro de que el calor venga tanto de arriba como de abajo.
Un día que no tenía jamón, pero sí un poco de sobrasada mallorquina, decidí probar. Unté una capa finísima sobre la masa antes de poner el queso. El resultado fue increíble, un sabor más profundo y un toque picante. Desde entonces, a veces varío el relleno con lo que pillo.
Otro descubrimiento fue que podía prepararlos con antelación. Si sé que voy a tener un día complicado, por la mañana monto los hojaldres, los dejo en la bandeja tapados con film en la nevera, y por la noche solo tengo que barnizarlos y hornearlos. Es un ahorro de tiempo mental enorme.
Incluso he probado a congelarlos crudos, bien separados en una bandeja y luego guardados en una bolsa. Se pueden hornear directamente desde el congelador, solo hay que añadirles unos 5 o 7 minutos más de tiempo. Perfecto para emergencias.
No es solo una receta. Es una estrategia para comer bien, casero y sin estrés. Es la prueba de que no se necesita ser un chef experto ni pasar horas cocinando para disfrutar de algo realmente delicioso.
A veces, mientras lo saboreo caliente, con el queso estirándose, pienso que la felicidad en la cocina no está en la complejidad de los platos. Está en estas pequeñas victorias, en transformar unos pocos ingredientes en un momento de puro placer en medio de la rutina.
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