Recuerdo perfectamente mi primer intento de hacer pan. Terminé con algo que podría haber sido usado como un arma contundente. Era duro, denso y, francamente, deprimente. Lo tiré a la basura con un sentimiento de derrota y juré que la panadería no era para mí.
Pero el aroma del pan recién hecho en casa de un amigo me hizo recapacitar. Había algo tan fundamental y honesto en ello que decidí darme una segunda oportunidad.
Esta receta no es el resultado del éxito a la primera, sino de varios intentos, de masas pegajosas que no subían y de cortezas que se quemaban. Es la historia de cómo aprendí a escuchar a la masa, a sentirla y, sobre todo, a tener paciencia.
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Una mirada honesta a las calorías
Hubo una época en la que contaba cada caloría que consumía. Fue agotador. Cuando volví a hacer pan, lo primero que hice fue calcular el aporte de esta receta, casi por inercia. Una porción generosa, de unos 100 gramos, ronda las 260 calorías.
Al principio me pareció mucho, pero luego lo entendí. No hay grasas ocultas, ni azúcares añadidos innecesarios, ni conservantes extraños. Son calorías honestas, provenientes de la harina, el aceite de oliva y el trabajo de tus manos.
No es un plato «ligero», pero es un alimento real y saciante. Ahora, en lugar de verlo como un capricho, lo considero una inversión energética. Un par de rebanadas con aguacate por la mañana me dan energía para horas, algo que el pan de molde industrial nunca ha conseguido.
Lo que vamos a necesitar para esta aventura
Olvídate de las listas de la compra impersonales. Reunir los ingredientes es el primer paso del ritual. Cada uno tiene su porqué y su pequeña historia.
Necesitarás medio kilo de harina de fuerza. Al principio usaba harina común y el pan salía bueno, pero cuando probé la de fuerza, con más proteína, la masa cobró una nueva vida, más elástica y agradecida.
El agua, unos 300 mililitros, tiene su truco. La primera vez la puse demasiado caliente del grifo y maté a la pobre levadura sin que se diera cuenta. Ahora siempre la compruebo: debe estar tibia, como el agua que usarías para bañar a un bebé.
Luego viene la levadura, el corazón de todo. Yo uso unos 15 gramos de la fresca, que compro en la panadería del barrio. Me gusta cómo se desmenuza y huele a vida. Si solo encuentras levadura seca, con 5 o 7 gramos será suficiente.
Y por supuesto, el equilibrio: dos cucharaditas de sal y dos de azúcar. El azúcar no es tanto para endulzar, sino para darle un pequeño empujón a la levadura, su primer desayuno. La sal, por otro lado, controla a la levadura para que no se emocione demasiado y, lo más importante, da sabor.
Finalmente, un buen chorro de aceite de oliva virgen extra, unas dos cucharadas. Le da un aroma sutil a la miga y ayuda a que se mantenga tierna por más tiempo.
Manos a la masa: el proceso sin secretos
Aquí empieza la verdadera magia. Lo primero es despertar a la levadura. Desmenuzo la fresca en el agua tibia con el azúcar y la dejo tranquila unos 10 minutos. Cuando veo que se forma una espumita en la superficie, sé que está lista para trabajar.
En un bol grande, mezclo la harina con la sal. Luego hago un hueco en el centro, como un pequeño volcán, y vierto ahí la mezcla de la levadura y el aceite de oliva. Con una mano, empiezo a integrar todo, sin prisas. Al principio es un caos pegajoso y desordenado. No te asustes, es normal.
Cuando ya no puedo más en el bol, paso la masa a la encimera ligeramente enharinada. Y aquí viene mi parte favorita: el amasado. Pongo algo de música y me dedico a ello durante unos 15 minutos. Es un movimiento rítmico: empujo con la base de la mano, doblo la masa sobre sí misma, la giro un poco y repito.
Poco a poco, sientes cómo la masa pasa de ser un monstruo pegajoso a una bola suave, elástica y casi sedosa. Sabes que está lista cuando deja de pegarse desesperadamente a tus manos.
Formo una bola y la pongo a descansar en un bol aceitado, tapada con un paño húmedo. La dejo en el lugar más templado de mi cocina, lejos de corrientes. Esta es la primera prueba de paciencia. Tarda entre una hora y hora y media en duplicar su tamaño. Ver cómo crece es pura satisfacción.
Una vez ha levado, le saco el aire con suavidad, como si la despertara de una siesta. No hay que volver a amasarla con fuerza. Simplemente la pongo de nuevo en la encimera y le doy la forma que quiero. A veces hago una hogaza redonda y rústica, otras veces pequeños panecillos.
La coloco en la bandeja del horno, la tapo de nuevo y le doy otro descanso, esta vez más corto, de unos 30 o 40 minutos. Es la segunda prueba de paciencia, el levado final. Mientras tanto, precaliento el horno a 200°C.
Cuando el pan ha hinchado un poco más, va directo al horno. La cocción dura unos 25-30 minutos. El olor que inunda la casa en ese momento es la mejor recompensa. Sé que está listo cuando tiene un color dorado profundo y al golpearlo suavemente por debajo suena a hueco.
El último paso, y quizás el más difícil por la tentación, es dejarlo enfriar sobre una rejilla. Cortarlo en caliente arruina la miga. La paciencia, una vez más, es la clave.
Cosas que aprendí por el camino (y que nadie me contó)
Durante mis primeros intentos, mis panes a menudo quedaban densos. Aprendí que casi siempre era por dos motivos: o no había amasado lo suficiente y el gluten no se había desarrollado, o mi ansiedad me podía y no dejaba que la masa levara el tiempo necesario.
Un día, por pura casualidad, le eché un puñado de romero seco a la harina. El resultado fue espectacular. Desde entonces, a veces experimento añadiendo semillas de sésamo, nueces picadas o incluso aceitunas negras troceadas. La masa base es tan noble que lo acepta casi todo.
La conservación también tiene su truco. Si quieres mantener la corteza crujiente, lo mejor es una bolsa de pan de tela o papel. Si por algún milagro te sobra pan después de dos días y prefieres que la miga se mantenga tierna, una bolsa de plástico hace el trabajo, aunque la corteza se ablanda.
Y si haces una hogaza grande, la mejor solución es cortarla en rebanadas una vez fría y congelarla. Así tienes pan casero disponible con solo meter una rebanada en la tostadora.
Al final, este proceso me enseñó que hacer pan es mucho más que seguir instrucciones. Es una conversación con los ingredientes. Es entender que a veces las cosas necesitan su tiempo y que no pasa nada por mancharse un poco.
Cada hogaza que saco del horno lleva impresa la historia de ese día. Quizás por eso su sabor es incomparable. No solo alimenta el cuerpo, sino que también reconforta el alma de una manera muy especial.
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