Hay días en los que el cuerpo te pide algo reconfortante, algo con sabor a hogar, como un pan recién hecho. Pero claro, esa idea suele chocar de frente con la realidad, especialmente en una de esas tardes de verano en las que encender el horno parece una auténtica locura.
Justo en un día así nació esta receta. El calor era pegajoso, la cocina un horno en sí misma y yo tenía un antojo irrefrenable de pan de queso. Rendirme no era una opción, así que empecé a pensar. ¿Y si la solución hubiera estado siempre ahí, en la sartén?
Así fue como, casi por accidente, entre el calor y el antojo, di con estos panecillos. Un descubrimiento que salvó esa tarde y muchas otras después.
Contenido
Sobre el equilibrio entre capricho y calorías
Cuando uno piensa en pan, mantequilla y queso, la palabra «ligero» no es la primera que se nos viene a la cabeza, y con razón. Al principio, los devoraba sin pensar, simplemente disfrutando del momento.
Con el tiempo, la curiosidad me pudo. Un día, haciendo cálculos por encima, me di cuenta de que cada panecillo, dependiendo del queso que usara, podía rondar las 250 o 300 calorías. No es una ensalada, desde luego, pero tampoco es una catástrofe.
He probado a reducir la mantequilla, pero el resultado no es el mismo. Lo que sí hago a veces es usar un queso más curado, que con menos cantidad aporta mucho sabor, o elegir una versión baja en grasa si me siento más consciente. Al final, se trata de disfrutarlo sin culpa, como un capricho merecido.
Lo que vamos a necesitar para esta aventura
La magia de esta receta es que no pide ingredientes extraños ni visitas a tiendas especializadas. Probablemente ya tengas todo lo necesario rondando por tu cocina.
Para empezar, un par de tazas de harina de trigo común, la de toda la vida. No hace falta complicarse. A eso le añado siempre una cucharadita de polvo de hornear, que es nuestro atajo para no tener que esperar horas de levado.
Luego viene el alma del pan: el queso. Aquí la libertad es total. A veces uso un cheddar maduro que le da un sabor potente, otras una mozzarella que se estira de forma escandalosa al morder el pan caliente. La verdad es que uso el que tenga a mano. Una taza bien generosa es mi medida.
El resto es básico: un huevo, media taza de leche, un pellizco de sal y un poco de mantequilla derretida. La mantequilla le da una suavidad increíble a la masa, es un paso que nunca me salto.
Manos a la masa: así es como lo hago
Empiezo sin prisas, poniendo en un bol grande la harina, la sal y el polvo de hornear. Los mezclo un poco con un tenedor para que se aireen y se hagan amigos. Justo después, lanzo el queso rallado a la fiesta y lo integro bien.
En otro recipiente más pequeño, bato el huevo y le añado la leche y la mantequilla, que ya se habrá enfriado un poco. Esta mezcla líquida la vierto en el centro del bol de la harina, haciendo como un pequeño volcán.
Podría usar una cuchara, pero prefiero mil veces usar las manos para unirlo todo. Hay algo especial en sentir cómo la masa pasa de ser un montón de ingredientes separados a una bola suave y cohesionada. Si la noto muy seca, le doy un respiro con un chorrito más de leche. Si se me pega a los dedos como si no hubiera un mañana, la calmo con un poco más de harina.
Una vez que tengo la masa lista, la divido en pequeñas bolitas. No busco la perfección, me gusta que se vean rústicas. Luego las aplano un poco con la palma de la mano, dejándolas de un centímetro de grosor, más o menos.
Aquí viene el momento clave: la sartén. La pongo a fuego medio-bajo con una gotita de aceite. La primera vez que los hice, el ansia me pudo, puse el fuego muy alto y se me quemaron por fuera quedando crudos por dentro. Fue un desastre total.
Aprendí la lección. Ahora, con paciencia, los coloco en la sartén caliente y la tapo. Este es el truco. El vapor que se crea dentro ayuda a que se cocinen de manera uniforme. Los dejo unos 5 o 6 minutos por cada lado, hasta que están doraditos y al pincharlos con un palillo, este sale limpio.
Algunos trucos que he aprendido por el camino
Con el tiempo, he ido experimentando. A veces, si tengo hierbas frescas en el balcón, le pico un poco de cebollino o perejil y lo añado a la masa. El aroma que desprenden al cocinarse es otro nivel.
Una vez, en un arranque de audacia, intenté rellenarlos con un trozo de queso extra en el centro. La idea era buena, pero puse demasiado y el queso se escapó por todos lados, montando un espectáculo en la sartén. Ahora, cuando los relleno, soy más comedido y funciona de maravilla.
También he descubierto que un toque de pimentón ahumado en la masa le da un color y un sabor espectaculares, sobre todo si el queso que uso es suave. Es un pequeño secreto que no siempre comparto.
Este pan es un lienzo en blanco. Invita a jugar, a probar, a equivocarse y, sobre todo, a encontrar tu propia versión.
El pan que sabe a momentos
Y así, en poco más de media hora, lo que empezó como un antojo en una tarde calurosa se convierte en una torre de panecillos calientes sobre un plato.
No hay una ceremonia especial para comerlos. A veces acompañan una sopa en invierno, otras son el desayuno del domingo con mantequilla y mermelada, o simplemente desaparecen de la cocina uno a uno, sin que nadie sepa muy bien cómo.
Quizás eso es lo que hace especial a esta receta. No es solo un plato, es el recuerdo de ese momento de ingenio en la cocina, la prueba de que las mejores cosas, a menudo, surgen sin planificarlas.
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