Hay mañanas en las que el despertador suena y parece que el mundo entero se pone en mi contra. Entre encontrar los zapatos, preparar el café y revisar los correos que llegaron durante la noche, la idea de prepararme un desayuno decente se sentía como una misión imposible.
Durante mucho tiempo, mis mañanas eran una carrera contra el reloj que solía terminar con una tostada a medio comer o, peor aún, nada. Pero todo cambió por culpa de un plátano muy maduro, casi negro, que llevaba días mirándome con pena desde el frutero.
No quería tirarlo. En un impulso, lo eché en la licuadora con un poco de avena que tenía en la despensa y un par de huevos. No esperaba nada, solo quería improvisar algo rápido. El resultado me sorprendió tanto que se ha convertido en mi ritual sagrado para empezar el día con buen pie.
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Hablemos de números, pero sin asustarnos
Cuando empecé a prestar más atención a lo que comía, me llevé las manos a la cabeza al ver las calorías de algunos de mis desayunos «rápidos». Un simple bol de cereales con leche y algo de fruta podía superar fácilmente las 400 calorías, y aun así, a media mañana ya estaba buscando algo que picar.
La primera vez que calculé las de estos panqueques, no me lo creía. La receta completa, que me da para unos seis panqueques pequeños, ronda las 450 calorías. Esto significa que una porción generosa para mí, de tres o cuatro, apenas llega a las 300 calorías. Es una diferencia brutal.
Lo mejor no son solo los números, sino cómo me siento después. La avena tiene esa fibra que te mantiene lleno, sin esa pesadez que a veces dejan las harinas. Los huevos aportan la proteína necesaria para que mi cerebro se active y el plátano me da ese dulzor rico y natural sin tener que añadir ni una pizca de azúcar. Es un desayuno que me nutre de verdad y me da energía estable hasta la hora de comer.
Lo que vamos a necesitar para esta magia
La lista de la compra para esta receta es casi inexistente, porque lo más probable es que ya tengas todo en casa. Es una de esas recetas de «fondo de despensa» que te salvan la vida.
Para empezar, la avena en hojuelas. Yo uso la normal, la de toda la vida. No te compliques con la instantánea, porque la textura no queda igual. Unos 90 gramos, que viene a ser una taza, es la medida perfecta.
Luego, la estrella: un plátano bien maduro. Y cuando digo maduro, me refiero a esos que ya tienen manchas negras y nadie quiere. Esos son los que tienen el dulzor perfecto y hacen que no necesites azúcar.
Necesitamos también dos huevos, que le dan cuerpo y proteína. Y un chorrito de leche, como un cuarto de taza. Yo casi siempre uso de almendras sin azúcar porque es la que tengo a mano, pero la de vaca, soja o la que prefieras funciona exactamente igual.
Para que queden un poco más esponjosos, media cucharadita de polvo de hornear es clave. Una vez me olvidé de ponérselo y el resultado fue… plano. Comestible, pero plano.
Y para el toque final, que es totalmente opcional pero para mí marca la diferencia, una pizca de sal para realzar los sabores, media cucharadita de canela y un chorrito de extracto de vainilla. El aroma que llena la cocina es espectacular.
El ritual que transforma mis mañanas
Aquí no hay pasos complicados ni técnicas de chef. La belleza de esta receta está en su absoluta simplicidad.
Cojo el vaso de la licuadora y, sin ningún orden en particular, echo todos los ingredientes dentro: la avena, el plátano troceado, los huevos, la leche, el polvo de hornear, la canela, la vainilla y esa pizca de sal. Es un acto casi automático que ya hago medio dormido.
Le doy al botón y dejo que la licuadora haga su magia durante menos de un minuto. Busco una mezcla homogénea, sin grumos de avena, con una textura parecida a la de los panqueques de siempre, quizás un poquito más densa. A veces, si veo que el plátano era pequeño, añado un chorrito más de leche.
Mientras tanto, pongo una sartén antiadherente a fuego medio-bajo. Este es un truco que aprendí a las malas. La primera vez que los hice, puse el fuego muy alto y se me quemaron por fuera mientras por dentro seguían crudos. Un desastre. Ahora, siempre fuego suave y un poco de paciencia. Le pongo unas gotas de aceite de coco, solo para asegurarme de que no se pegue nada.
Cuando la sartén está caliente, voy echando la mezcla formando pequeños círculos. Me gusta hacerlos pequeños, de unos diez centímetros, porque son más fáciles de voltear. En unos dos minutos, empiezan a salir burbujitas en la superficie y los bordes se ven cocidos. Esa es la señal. Con una espátula, les doy la vuelta con un movimiento rápido y seguro. Un minuto más por el otro lado y están listos.
Los pequeños secretos que he ido descubriendo
Con el tiempo, he ido jugando con la receta base y he descubierto algunas cosas. No son reglas, son solo ideas que han surgido de la experimentación y el aburrimiento.
Un día que tenía un bote de yogur griego abierto en la nevera, le añadí una cucharada generosa a la mezcla antes de licuar. El resultado fue increíble: los panqueques quedaron notablemente más esponjosos y con un extra de proteína que me vino genial.
Si eres vegano o un día te quedas sin huevos, el truco del «huevo de lino» funciona, aunque requiere un poco de planificación. Mezclas dos cucharadas de linaza molida con seis de agua y lo dejas reposar cinco minutos hasta que se forme un gel. No es exactamente lo mismo, pero da el pego bastante bien.
A veces, para darles un giro, justo después de licuar y antes de echarlos a la sartén, añado a la mezcla un puñado de arándanos congelados o unas pocas pepitas de chocolate negro. El chocolate se derrite por dentro y es una maravilla.
Y un último truco: si tienes cinco minutos extra, deja reposar la mezcla en el vaso de la licuadora unos diez minutos antes de cocinarla. Esto permite que la avena se hidrate completamente y la textura final es aún más suave. Es un pequeño paso que, si no tienes prisa, merece la pena.
Más que un simple desayuno
Retiro el último panqueque de la sartén y los apilo en un plato. El vapor todavía sale de ellos. La mayoría de los días me los como así, tal cual, sin nada más. Su sabor es suficiente.
Otras veces, si me siento creativo, les pongo encima unas rodajas de plátano, unas frambuesas y un chorrito de mantequilla de cacahuete. El contraste del calor del panqueque con la fruta fresca es algo espectacular.
Estos panqueques han dejado de ser solo una receta para convertirse en una pequeña ancla en mi rutina. Son la prueba de que no necesito complicarme la vida para cuidarme y disfrutar. Son mi pequeño triunfo diario contra las prisas, un recordatorio de que, a veces, las mejores soluciones nacen de un simple plátano a punto de ser olvidado.
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