Todo empezó con un video en Instagram. Unos panqueques tan altos y temblorosos que no parecían reales. Se movían con una delicadeza casi hipnótica. En ese momento supe que tenía que hacerlos. No parecía tan difícil, ¿verdad? Qué equivocado estaba.
Mi primer intento fue un desastre cómico. Una masa líquida que se esparció por toda la sartén, creando algo parecido a una crêpe triste y pálida. El segundo intento subió un poco, pero se desinfló en el plato con un suspiro dramático. Fue una lección de humildad en toda regla.
Pero soy terco. Me obsesioné. Vi decenas de videos, leí blogs en japonés traducidos por Google y llené una libreta con anotaciones. Después de muchos fracasos y de usar una cantidad industrial de huevos, finalmente lo conseguí. Esa sensación de darles la vuelta y verlos mantener su altura, temblando pero orgullosos, fue una victoria personal.
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Una mirada honesta a las calorías
Cuando empecé esta aventura, ni se me pasó por la cabeza pensar en las calorías. Solo quería lograr la textura. Sin embargo, una vez que perfeccioné la técnica, la curiosidad me pudo. Hice los cálculos y me llevé una sorpresa.
No, no son una ensalada. Pero una porción de dos o tres de estas nubes de placer ronda las 350 o 400 calorías, sin contar los toppings. Si lo piensas, no es una locura para un desayuno de fin de semana o un postre que te reinicia el alma.
La clave, como con todo lo bueno en la vida, es el equilibrio. Los huevos aportan una buena dosis de proteína, lo que los hace más saciantes de lo que parecen. Al final del día, la alegría que te dan bien vale cada caloría.
Lo que necesitarás para esta aventura
Al principio, estaba convencido de que el secreto estaba en algún ingrediente mágico importado de Osaka. Pero no. La magia está en la técnica, no en una lista de compras exótica. Seguramente ya tienes casi todo en tu cocina.
Vas a necesitar un par de huevos, y aquí el primer gran secreto: separarlos tiene que ser un acto de precisión quirúrgica. Ni una pizca de yema puede contaminar las claras, o el merengue no subirá como debe.
Luego, lo básico: un poco de azúcar, harina de trigo normal y corriente, leche y un toque de extracto de vainilla. Y ahora, el ingrediente que cambió mi vida y la de mis panqueques: media cucharadita de jugo de limón o vinagre. Al principio lo ignoraba, ¡qué error! Esto es lo que le da estabilidad al merengue para que no se rinda a mitad de camino.
Para cocinar, un poco de mantequilla o aceite bastará. La sartén, eso sí, tiene que ser tu mejor amiga: antiadherente y con una tapa que cierre bien.
El ritual para que no se te desinflen
Olvídate de las prisas. Hacer estos panqueques es un proceso casi meditativo. Empiezo separando los huevos. Las claras las meto un rato en la nevera, el frío las ayuda a montar mejor. Es un truco que aprendí después de mi cuarto intento fallido.
En otro bol, mezclo las yemas con la leche y la vainilla. Luego tamizo la harina y el polvo de hornear encima. Esto de tamizar parece una tontería, pero evita los grumos y hace que todo sea más aéreo. Bato hasta que queda una masa suave y la dejo esperar.
Ahora, el momento de la verdad: el merengue. Aquí es donde se gana o se pierde la batalla. El bol de las claras tiene que estar impecablemente limpio y seco. Empiezo a batir y, justo cuando las claras se vuelven blancas y espumosas, añado el jugo de limón.
Después, voy añadiendo el azúcar muy poco a poco, como si estuviera contando un secreto. Sigo batiendo hasta que el merengue forma picos firmes y brillantes. El truco para saber si está listo es levantar la batidora y que el pico se quede ahí, desafiante, sin caerse.
Integrar el merengue es un baile delicado. Primero pongo un tercio en la masa de las yemas y mezclo sin miedo, para aligerarla. Luego, añado el resto en dos partes, con movimientos envolventes, de abajo hacia arriba, con una espátula. Con una suavidad extrema para no sacarle el aire que tanto nos ha costado conseguir.
La cocción es un ejercicio de paciencia. Caliento la sartén a fuego bajísimo, casi un susurro. La engraso un poco y pongo montoncitos altos de masa. A veces uso aros de repostería para que queden perfectos, pero una cuchara grande también sirve.
Tapo la sartén y los dejo unos 4 o 5 minutos. Ese vapor que se crea dentro es crucial para que se cocinen por dentro y suban. Es el tiempo perfecto para preparar el café.
Le doy la vuelta con una espátula ancha y el corazón en un puño. Vuelvo a tapar y espero otros 3 o 4 minutos. Cuando los saco, dorados y temblorosos, me siento un auténtico maestro repostero.
Mis trucos después de muchos intentos
Una vez que dominas la receta base, puedes empezar a jugar. Un día se me ocurrió añadir una cucharadita de cacao en polvo de buena calidad a la harina. El resultado fue espectacular, unas nubes de chocolate que desaparecieron en segundos.
Otro fin de semana, quise darle un toque más japonés y probé con polvo de matcha. Les dio un color verde precioso y un sabor increíblemente sofisticado.
Si no tienes leche de vaca, no te preocupes. He probado con leche de almendras y de avena y funcionan igual de bien. Lo importante es no tener miedo a experimentar.
Un consejo que me salvó muchas veces: si ves que te cuesta conseguir la altura, usa aros de metal para emplatar. Los engrasas bien, los pones en la sartén y viertes la masa dentro. Ayudan a que los panqueques suban rectos y uniformes.
Estos panqueques hay que comerlos al momento. Pierden su magia si esperan. La mejor forma de servirlos es apilados, con un poco de azúcar glas, unas frutas frescas que le den un toque ácido y, si te sientes generoso, un buen chorro de sirope de arce.
Al final, esta receta ha viajado conmigo. Empezó como una frustración en mi cocina y se ha convertido en el desayuno estrella de los domingos. Ha visto mañanas perezosas, celebraciones improvisadas y algún que otro día triste que necesitaba un poco de dulzura.
Quizás eso es lo que los hace tan especiales. No es solo un plato bonito de Instagram. Es un recordatorio de que las mejores cosas requieren un poco de paciencia y muchos intentos. Y cada vez que los veo temblar en el plato, sé que todo el esfuerzo ha valido la pena.
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