Hay días que simplemente piden a gritos algo reconfortante. Días grises, un poco melancólicos, en los que el cuerpo necesita una dosis de calidez que vaya más allá de una simple manta. Fue en uno de esos días que nació esta receta, casi por accidente, buscando en la despensa algo que me levantara el ánimo.
La combinación de café y chocolate siempre me ha parecido una apuesta segura, es como esa pareja de amigos que sabes que nunca van a fallar. Pero la verdadera revelación llegó con un bote de crema de loto que llevaba mirándome desde la estantería durante semanas.
Me pregunté qué pasaría si unía esos tres mundos. El resultado fue mucho más que un simple bizcocho; se convirtió en mi pequeño ritual para transformar un día cualquiera en uno especial.
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Hablemos un poco de las calorías (sin miedo)
No soy de las personas que cuentan cada caloría que comen, porque creo firmemente que la alegría también alimenta. Sin embargo, por pura curiosidad, un día me puse a calcularlo. Una porción generosa de este bizcocho, con su cobertura y todo, ronda las 450 calorías.
Al principio pensé que era bastante, pero luego lo puse en perspectiva. Se trata de un capricho, no de algo que como todos los días. Es el postre para una tarde de domingo, para compartir con una visita o para darte un homenaje porque sí.
Además, cuando pienso en el proceso, en la hora escasa que tardo en prepararlo desde que empiezo a mezclar hasta que lo saco del horno, esas calorías se sienten como una inversión en felicidad. He intentado hacer versiones más ligeras, reduciendo el aceite o el azúcar, pero honestamente, pierde parte de su alma. Así que mi consejo es disfrutarlo tal cual, sin remordimientos.
Ingredientes para esta aventura en la cocina
Lo bueno de este bizcocho es que no necesitas ingredientes extraños o difíciles de encontrar. La mayoría son cosas que probablemente ya tienes por casa, esperando su momento de gloria.
Para el bizcocho en sí, vamos a usar tres huevos grandes. Si puedes, sácalos un rato antes de la nevera para que estén a temperatura ambiente. No es el fin del mundo si no lo haces, pero ayuda a que la masa quede más esponjosa.
Necesitarás también azúcar, unos 150 gramos del blanco normal y un sobrecito de azúcar avainillado si lo tienes. Si no, una cucharadita de extracto de vainilla funciona igual de bien.
La grasa viene del aceite vegetal, unos 80 ml. Yo suelo usar de girasol porque su sabor es neutro y deja que el chocolate y el café sean los protagonistas. La leche, unos 100 ml, le dará la humedad que buscamos.
Y ahora, los actores principales del sabor: una buena cucharada de café instantáneo, 180 gramos de harina de trigo normal, unos 20 gramos de cacao amargo en polvo (cuanto más puro, mejor) y unos 15 gramos de levadura en polvo o polvos de hornear.
Para esa cobertura que lo cambia todo, la lista es más corta. Un poco más de azúcar y café instantáneo, una cucharada bien colmada de maicena, 300 ml de leche y, por supuesto, la estrella: una generosa cucharada de crema de loto.
Manos a la Obra: La Preparación
Lo primero que hago siempre, antes incluso de sacar los boles, es encender el horno a 180°C. Mientras se calienta, preparo el molde, untándolo con un poco de mantequilla y espolvoreando harina para que luego el bizcocho no se rebele al salir.
Empiezo batiendo los huevos con una pizca de sal. Me gusta ver cómo pasan de ser un líquido denso a una espuma aireada. Justo ahí, añado el azúcar y sigo batiendo hasta que la mezcla se vuelve más pálida y cremosa. Es el momento de añadir el aceite, poco a poco, como si estuviera contándole un secreto a la masa.
Después integro la leche y la cucharada de café. La mezcla se vuelve de un color café con leche precioso y empieza a oler increíblemente bien.
Aquí llega un paso que aprendí a respetar con el tiempo: tamizar los ingredientes secos. Paso por un colador la harina, el cacao y la levadura directamente sobre el bol. Este gesto tan simple evita los odiosos grumos y hace que el bizcocho quede mucho más fino. Luego, con una espátula y movimientos suaves, lo mezclo todo hasta que no queden rastros de harina. Sin batir de más.
Vierto la masa en el molde y la llevo al horno. Durante unos 35 minutos, la cocina se transforma. El aroma que se va desprendiendo es una de las mejores partes del proceso. Sabrás que está listo cuando al pincharlo con un palillo, este salga limpio.
Mientras el bizcocho se enfría, primero en el molde y luego sobre una rejilla, me pongo con la cobertura. En una cacerola pequeña, mezclo en seco el azúcar, la maicena y el café. Le voy añadiendo la leche fría poco a poco, sin dejar de remover con unas varillas para que no se formen grumos.
Llevo la cacerola al fuego y no me separo de ella. Hay que remover constantemente hasta que la magia ocurra y la mezcla espese, adquiriendo una textura de pudin ligero. Fuera del fuego, le añado la cucharada de crema de loto. Se derrite al instante y lo tiñe todo con su color y aroma característicos.
Solo queda el montaje final. Con el bizcocho ya completamente frío (esto es importante), extiendo la cobertura por encima. A veces la dejo caer por los lados de forma un poco desordenada. Me gusta ese aspecto rústico y casero.
Algunos secretos que he descubierto
Con el tiempo, he ido experimentando un poco. Un día se me ocurrió añadir unas cuantas pepitas de chocolate a la masa antes de hornearla. El resultado fue espectacular, con trocitos de chocolate derretido que te encontrabas por sorpresa.
Si eres un auténtico fanático del café, puedes usar café espresso en polvo en lugar del instantáneo. El sabor se vuelve mucho más intenso y profundo, tanto en la masa como en la cobertura.
Un truco que hago a veces para darle un toque crujiente es machacar un par de galletas Lotus y espolvorearlas por encima de la cobertura justo antes de que se enfríe del todo. Aporta una textura que contrasta genial con la suavidad del bizcocho.
A veces, si quiero que quede aún más húmedo, cuando el bizcocho sale del horno y todavía está caliente, lo pincho varias veces con un palillo y lo riego con un chorrito de leche mezclada con un poco de café.
Este bizcocho ha evolucionado conmigo. Ha sido testigo de muchas tardes de lluvia, de celebraciones improvisadas y de momentos de calma. No es solo una combinación de ingredientes en un molde.
Quizás eso es lo que lo hace tan especial para mí. No es una receta perfecta sacada de un libro, sino una pequeña historia que sigue escribiéndose en mi cocina, una que me recuerda que siempre se puede encontrar un poco de dulzura, incluso en el día más gris.
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