Hay días que empiezan torcidos y parece que nada puede enderezarlos. El martes pasado fue uno de esos. Una reunión interminable en el trabajo, una lluvia fina que no paraba y, para colmo, llegar a casa y darme cuenta de que tenía muy pocas ganas de complicarme la vida con la cena.
Abrí la nevera con esa sensación de vacío que todos conocemos. Un par de pechugas de pollo, algunas verduras sueltas y, en la despensa, unas patatas grandes que me miraban como diciendo «¿y ahora qué?». Fue entonces cuando me acordé de esta receta. Una de esas ideas que no sabes muy bien de dónde salieron, pero que se han convertido en un salvavidas.
Es un plato que parece mucho más elaborado de lo que realmente es. Tiene esa pinta de comida de fin de semana, pero con la sencillez de una cena rápida. Un plato único, contundente y que siempre, siempre, arranca una sonrisa.
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Un plato único y sorprendentemente equilibrado
Nunca he sido de los que cuentan calorías con una calculadora en la mano, me parece que le quita parte de la gracia a comer. Sin embargo, por curiosidad, una vez hice un cálculo aproximado de este plato.
Cada una de estas patatas, bien rellena y con su capa de queso gratinado, puede rondar las 500 calorías. Podría sonar a mucho, pero si lo piensas, es un plato principal completo. Tienes los carbohidratos de la patata, la proteína del pollo y las vitaminas de las verduras.
Es una comida que te deja lleno y satisfecho, sin necesidad de acompañarla con nada más. Para mí, es una forma de disfrutar de algo delicioso y reconfortante sin sentir que estoy cometiendo un exceso terrible. Al final, comer en casa te da ese control sobre los ingredientes que es impagable.
Lo que vamos a necesitar en la cocina
La lista de la compra para esta receta es de las que me gustan: corta, sencilla y sin ingredientes extraños que luego no sabes cómo volver a usar.
Lo primero son las patatas. Necesitamos cuatro, pero que sean grandes y de piel resistente. Las de tipo Monalisa o Kennebec son perfectas porque aguantan bien el horneado sin deshacerse.
Para el relleno, dos pechugas de pollo son suficientes. Muchas veces, lo que hago es aprovechar el pollo asado que sobró del domingo. Le da un sabor increíble.
Luego, las verduras. Aquí puedes improvisar, pero mi combinación ganadora es una zanahoria grande, un pimiento rojo y una cebolla mediana. Son la base de cualquier buen sofrito. Un par de dientes de ajo son innegociables.
Y para el toque final, el queso. Unos 100 gramos de un buen queso para gratinar. A veces uso mozzarella por su cremosidad, otras cheddar por su sabor más intenso. Una mezcla de ambos es la gloria.
Manos a la obra: mi ritual paso a paso
La primera vez que preparé esto, tardé casi una hora y media. Ahora, con la práctica, tengo la cena lista para el último toque de horno en unos 45 minutos. Es casi un ritual terapéutico.
Empiezo por las patatas. Las lavo muy bien bajo el grifo, sin pelarlas, y las pincho varias veces con un tenedor. Las meto en el horno precalentado a 200°C durante una hora, más o menos. El truco es que al pincharlas con un cuchillo, este entre y salga sin resistencia.
Mientras se hornean, preparo el relleno. Pico la cebolla, el pimiento y el ajo muy finos. La zanahoria me gusta rallarla para que se integre mejor. En una sartén con un chorrito de aceite de oliva, pocho la cebolla y el ajo hasta que estén transparentes. Luego añado el pimiento y la zanahoria y cocino todo unos diez minutos.
Cuando las patatas están listas, llega el momento delicado. Las corto por la mitad a lo largo y, con una cuchara, vacío la pulpa con cuidado de no romper la piel. Dejo más o menos medio centímetro de borde para que mantenga la forma.
Esa pulpa que he sacado la aplasto con un tenedor y la mezclo en la sartén con las verduras. Añado el pollo, que ya tenía cocido y desmenuzado, y mezclo todo bien. Salpimiento al gusto y a veces le pongo una pizca de pimentón dulce.
Relleno las pieles de las patatas con esta mezcla, siendo generoso. Por encima, cubro con el queso rallado y las meto de nuevo al horno, esta vez solo para gratinar, unos 10 o 15 minutos, hasta que el queso esté dorado y burbujeante.
Los pequeños secretos que marcan la diferencia
Con el tiempo, he ido descubriendo pequeños trucos que mejoran aún más el plato. El primero fue un accidente. Un día, el relleno me quedó un poco seco. Tenía un poco de nata líquida en la nevera y le añadí un par de cucharadas a la mezcla. El resultado fue una cremosidad increíble. Un yogur griego natural también funciona de maravilla.
Otra vez, por variar, en lugar de pollo usé la carne que me había sobrado de un cocido. Fue espectacular. Desde entonces, he probado con atún en lata bien escurrido e incluso con una versión vegetariana usando lentejas cocidas en lugar de carne. Es un plato que se presta a experimentar.
Añadir un poco de maíz dulce al sofrito de verduras le da un contrapunto dulce y una textura muy interesante. Y si te gusta el picante, unas gotas de tabasco o un poco de guindilla en el sofrito lo transforman por completo.
Un plato que evoluciona contigo
Estas patatas rellenas han pasado de ser una solución de emergencia a convertirse en un clásico en mi casa. A veces las sirvo con una ensalada verde simple al lado para aligerar un poco, pero la mayoría de las veces son las protagonistas absolutas de la mesa.
Me gusta pensar en cómo una receta tan sencilla puede cambiar y adaptarse. No es solo un plato, es el recuerdo de esa tarde de martes, la prueba de que con un poco de imaginación se puede transformar un día gris en algo reconfortante y delicioso.
Quizás eso es lo que más me gusta de cocinar: no se trata de seguir instrucciones al pie de la letra, sino de hacer tuyas las recetas, de añadirles tus propios errores y descubrimientos.
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