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Receta de mousse cremosa de chocolate blanco

Nunca le tuve mucha fe a los postres que se anuncian como «fáciles». Siempre pensé que detrás de esa promesa se escondía algo soso o con una textura extraña. Pero un sábado de verano, con amigos que avisaron a última hora que venían a casa, el pánico me hizo mirar la despensa con otros ojos.

Ahí estaban, tres latas casi olvidadas: leche condensada, crema de leche y un bote de jugo de maracuyá concentrado que había comprado por impulso. Sin tiempo para ir al supermercado y con un calor que prohibía encender el horno, decidí darles una oportunidad.

Metí todo en la licuadora sin ninguna ceremonia, casi esperando un fracaso. Pero entonces, al encenderla, algo cambió. El sonido del motor se hizo más grave y el color de la mezcla pasó de un amarillo intenso a un tono pálido y cremoso. Fue un proceso de apenas tres minutos que transformó mi escepticismo en curiosidad.

Hablemos de números, aunque no sea lo más divertido

Cuando empecé a interesarme un poco más por lo que comía, decidí analizar este postre que se había vuelto un habitual. Me llevé una sorpresa, la verdad. Por un lado, el maracuyá aporta lo suyo, como vitaminas A y C, que nunca están de más.

Por otro, no nos vamos a engañar: la leche condensada es básicamente azúcar y la crema de leche aporta una buena dosis de grasa. Cada porción, dependiendo del tamaño de la copa, puede rondar las 350 o 400 calorías.

No es una ensalada, está claro, pero para ser un postre con una potencia de sabor y una textura tan increíble, me pareció un trato bastante justo. Es de esos caprichos que sabes que te estás dando, y lo disfrutas sin remordimientos, sobre todo porque sabes que su ingrediente principal es una fruta de verdad.

Lo que vas a necesitar para este pequeño milagro

La lista de la compra es casi un chiste de lo corta que es, y eso es lo que la hace tan genial. No necesitas ser un experto ni buscar ingredientes exóticos, aunque el resultado final parezca de pastelería.

Todo empieza con una lata de leche condensada, de las de toda la vida. Esa es la base dulce y densa que sostiene todo el invento. No intentes sustituirla, porque es el alma de la receta.

Luego, la crema de leche o nata. Yo uso la misma cantidad que la de leche condensada. Un truco que tengo para no ensuciar cacharros de más es usar la lata vacía de la leche condensada como medidor para la crema. Funciona perfecto.

Y finalmente, la estrella: el jugo de maracuyá concentrado. Esto es lo que le da el carácter, esa acidez que corta el dulzor y te transporta al trópico. A veces, si me siento con energía, uso la pulpa de unas cuatro frutas frescas, la licúo un poco y la cuelo para quitarle las semillas. El sabor es más intenso, más salvaje.

El «trabajo duro» que dura tres minutos

Aquí es donde ocurre la magia, y es tan rápido que si parpadeas, te lo pierdes. No hay secretos, ni técnicas complicadas. Pones los tres ingredientes en el vaso de la licuadora y le das al botón.

Me gusta observar cómo la mezcla se transforma. Pasa de ser un líquido brillante a una crema espesa y pálida. Sabes que está lista cuando el sonido de la licuadora se vuelve más profundo y la mezcla se mueve con dificultad. Un par de minutos, tres como máximo, son suficientes.

Una vez intenté batir la nata por separado hasta que estuviera semi montada, antes de mezclarla con el resto de forma envolvente. El resultado fue una mousse tan aireada que casi flotaba. Es un paso extra, pero si tienes cinco minutos más, la diferencia en la textura se nota una barbaridad.

Después, simplemente la vierto en recipientes. A veces uso un bol grande si somos muchos, pero lo que más me gusta es usar copas de vino bajas o vasos de whisky. El cristal transparente permite ver la cremosidad del postre y queda muy elegante.

La parte más difícil de la receta es la espera. Hay que cubrir los recipientes con film transparente y llevarlos a la nevera. Necesita, como mínimo, unas tres horas para coger cuerpo, pero he aprendido que el mejor resultado se obtiene si la preparas la noche anterior. La textura se asienta y los sabores se integran de una forma increíble.

Cosas que he aprendido después de varios intentos

Con el tiempo, he ido experimentando. Un día, por pura curiosidad, trituré un paquete de galletas tipo María con un poco de mantequilla derretida y puse esa base en el fondo de las copas antes de verter la mousse. Ese toque crujiente cambió las reglas del juego.

Mi amiga que siempre está contando calorías me retó a hacer una versión más ligera. Probé a sustituir la crema de leche por yogur griego natural. El resultado fue bueno, pero diferente. La textura no es tan aireada, es más densa, como un postre de queso, pero el sabor sigue siendo espectacular y te ahorras unas cuantas calorías.

Para servirla, lo que más me gusta es la sencillez. Justo antes de llevarla a la mesa, abro una fruta de maracuyá fresca y dejo caer un poco de su pulpa con las semillas por encima. Ese contraste de las semillas negras y crujientes sobre la mousse pálida y suave es visualmente precioso y aporta una explosión de sabor ácido.

Aquella primera vez, cuando mis amigos llegaron, saqué las copas de la nevera sin muchas esperanzas. Las puse en la mesa y, tras la primera cucharada, se hizo un silencio absoluto. Todos me miraron como si hubiera revelado un secreto culinario guardado bajo llave.

Y así, lo que empezó como una solución de emergencia un día de calor, se ha convertido en mi postre de cabecera, el que preparo cuando quiero quedar bien sin complicarme la vida.

Es curioso cómo algo tan simple, que apenas requiere esfuerzo, puede generar tanto alboroto en una mesa. Supongo que a veces no se necesita más.

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