La primera vez que la vi, en la barra de aquel bar abarrotado de gente en la Parte Vieja de San Sebastián, pensé sinceramente que se les había quemado. No es broma. Tenía un color oscuro, casi negro por los bordes, y el papel de horno que la envolvía parecía un mapa antiguo y arrugado.
Mi amigo, que ya era un veterano en estas lides, simplemente sonrió ante mi cara de escepticismo. «Pide un trozo», me dijo con esa seguridad de quien guarda un secreto increíble.
Y lo pedí. Ese primer bocado, esa textura que no era ni de tarta ni de flan, sino algo celestial en medio, me hizo entenderlo todo. No estaba quemada, estaba caramelizada. Era perfecta en su imperfección. Desde ese día, me obsesioné con replicar esa magia en casa.
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Un Postre sin Complejos: ¿Y las Calorías?
Seamos honestos desde el principio. Esta no es una tarta para contar calorías. Es un homenaje, un momento de pura indulgencia que te regalas a ti mismo y a los que más quieres. Cada porción es una bomba de sabor y cremosidad, y eso, inevitablemente, tiene un reflejo en su valor nutricional.
Cuando empecé mi aventura para hacerla en casa, me dio por calcularlo. Una porción generosa, de esas que te alegran el día, puede rondar fácilmente las 600 calorías, quizás más. Al principio me asusté un poco. Intenté hacer versiones «light», reduciendo el azúcar, usando queso bajo en grasa…
Fue un desastre absoluto. El resultado era triste, pálido y con una textura granulosa. Aprendí la lección más importante: esta tarta no admite atajos. Su riqueza es su identidad. Así que ahora la disfruto tal cual, con moderación, sabiendo que cada una de esas calorías es un pequeño trozo de felicidad donostiarra. Es un capricho que, te aseguro, merece la pena.
Los Ingredientes: Menos es Mucho Más
Lo más sorprendente de esta receta es lo increíblemente corta que es la lista de la compra. La magia no reside en ingredientes exóticos, sino en la calidad y la proporción de cosas muy sencillas.
Para un molde de unos 22 cm, que es el tamaño perfecto para compartir (o no), vas a necesitar reunir a estos protagonistas. La preparación de todo no te llevará más de 15 minutos, pero tenerlos listos es el primer paso del ritual.
Necesitas un kilo de queso crema. Sí, has leído bien, un kilo entero. El tipo Philadelphia es el clásico y funciona a la perfección. Es crucial que esté a temperatura ambiente, y esto no es negociable. Si está frío, lucharás contra los grumos y la textura final no será la misma.
También seis huevos grandes, de los buenos, que también deben estar fuera de la nevera un buen rato antes. Luego, medio litro de nata para montar, de la que tiene como mínimo un 35% de materia grasa. Olvídate de las versiones ligeras, aquí son un sacrilegio.
El dulzor viene de 300 gramos de azúcar, y el ingrediente que parece casi un error por su escasa cantidad: solo 50 gramos de harina de trigo. Parece mentira que tan poco pueda hacer tanto, pero es justo lo que da la estructura necesaria para que no se desparrame todo.
La Preparación: El Caos Organizado se Convierte en Magia
Ahora viene la parte divertida. Lo primero es preparar el «nido» de la tarta. Precalienta el horno a 210 grados, una temperatura que parece una locura, pero confía en el proceso.
Coge dos trozos grandes de papel de horno. No intentes que queden perfectos. Mójalo bajo el grifo, escúrrelo y arrúgalo con las manos sin miedo. Este maltrato hace que el papel se vuelva dócil y puedas forrar el molde creando esos pliegues rústicos tan característicos. Asegúrate de que el papel sobresalga bastante por los bordes, porque la tarta subirá como un suflé antes de volver a bajar.
En un bol grande, pon el queso crema y el azúcar. Bate con unas varillas, pero solo hasta que se integren. El gran secreto aquí es no batir en exceso. No queremos incorporar aire, buscamos densidad.
Ve añadiendo los huevos de uno en uno, batiendo lo justo para que cada uno se incorpore antes de echar el siguiente. Luego, vierte la nata y mezcla con suavidad con una espátula. Por último, tamiza la poquísima harina por encima e intégrala con movimientos envolventes.
Vierte esa mezcla líquida y pálida en el molde que has preparado. Un par de golpes suaves sobre la encimera para liberar alguna burbuja rebelde y al horno.
El tiempo de horneado es de unos 50 o 55 minutos. La superficie se pondrá muy oscura, casi negra en algunas zonas. No te asustes, eso es sabor. Pero lo más importante de todo es que, al mover el molde, el centro debe temblar como un flan. Ese bamboleo es tu señal de victoria. Si sale firme, la has cocido de más.
La parte más difícil de toda la receta es la espera. Déjala enfriar completamente a temperatura ambiente durante varias horas. Verás cómo se desinfla, es normal. Una vez fría, cúbrela y déjala reposar en la nevera, idealmente, toda la noche. La paciencia es el ingrediente final que asienta su textura y profundiza su sabor.
Mis Secretos (Después de Varios Desastres)
He cometido todos los errores posibles para que tú no tengas que hacerlo. El primero y más importante: no le tengas miedo al color. Si tu tarta sale doradita y pálida, no es una tarta de La Viña. Tiene que parecer quemada. Ese tostado es caramelo puro.
Segundo: confía en el tembleque. La primera vez que la hice, pensé que estaba cruda y la dejé diez minutos más. ¡Error! La textura se volvió densa y perdió toda la gracia. Ese centro tembloroso se transformará en pura crema después del reposo en frío. Te lo prometo.
La temperatura ambiente de los ingredientes no es una sugerencia, es una orden. Es la diferencia entre una tarta sedosa y aterciopelada y una con pequeños grumos que te recordarán tu impaciencia en cada bocado.
Y por último, sírvela a temperatura ambiente. Sácala de la nevera una media hora antes de disfrutarla. El frío mata los matices y apelmaza la textura. Verás qué diferencia.
Al final, esta tarta me ha enseñado una lección valiosa. A veces, lo que parece imperfecto, roto o quemado por fuera, esconde la belleza y la cremosidad más increíble en su interior.
No es solo un postre, es una experiencia. Es la historia de un viaje a San Sebastián que ahora puedes recrear y compartir en tu propia cocina, convirtiendo tu casa, por un instante, en el mejor bar de pintxos del mundo.
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