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Receta de vasitos de tiramisú: un delicioso postre sin horno

Nunca se me ha dado bien planificar los postres. Puedo pasarme horas pensando en el plato principal, pero el dulce final siempre se me queda para el último minuto. Recuerdo una vez que tenía a seis personas a punto de llegar a casa para cenar y, al mirar la nevera, me di cuenta del vacío existencial que había en la sección de postres.

El pánico fue real, pero breve. Tenía queso mascarpone de una compra impulsiva, bizcochos de soletilla en la despensa y una cafetera que siempre está lista para la acción. Así nació mi versión de tiramisú en vasitos, un postre que aparenta horas de trabajo pero que, en realidad, es mi as bajo la manga para quedar bien sin apenas esfuerzo.

Desde ese día, se ha convertido en un recurso habitual. Es la solución perfecta cuando el tiempo apremia pero no quieres renunciar a servir algo que se sienta especial y casero.

Un capricho que no tiene por qué ser una bomba calórica

Cuando empecé a interesarme un poco más por lo que comía, casi me da un susto al calcular las calorías de un tiramisú tradicional. Entre la cantidad de azúcar, las yemas de huevo y la grasa del queso, la cifra se disparaba con facilidad. No estaba dispuesto a renunciar a él, así que empecé a experimentar.

Mi objetivo era encontrar un equilibrio. Quería mantener toda la cremosidad y el sabor que lo hacen irresistible, pero haciéndolo un poco más ligero. Descubrí que usando un buen mascarpone, que ya tiene una dulzura natural, podía reducir bastante la cantidad de azúcar glas en la nata.

Al final, conseguí una versión que ronda las 450 calorías por vasito, dependiendo del tamaño, claro. No es un postre de dieta, ni pretende serlo, pero me da la tranquilidad de saber que es un capricho razonable, fruto de ingredientes de calidad y no de aditivos y azúcares innecesarios.

Lo que vamos a necesitar para el rescate

La lista de la compra para esta receta es corta, y esa es parte de su magia. Aquí no hay ingredientes extraños ni difíciles de encontrar, pero su calidad es lo que marca toda la diferencia.

Para la crema, que es el alma del tiramisú, el mascarpone es el rey. No intentes cambiarlo por otro queso crema, porque la textura y ese punto dulce tan característico solo los consigues con él. Asegúrate de que esté a temperatura ambiente para que se mezcle bien y no queden grumos. Junto a él, una buena nata para montar, con un alto porcentaje de grasa, y que debe estar muy, muy fría.

Luego, el café. Yo uso un par de espressos recién hechos y los dejo enfriar por completo. Un café fuerte y de buen sabor es crucial. A veces, si sé que a mis invitados les gusta, le añado un chorrito de licor de café, como Kahlúa, pero es totalmente opcional. Sin él, el postre es apto para todos los públicos.

Y por último, los bizcochos de soletilla, esos que en Italia llaman savoiardi. Para terminar, un buen cacao en polvo sin azúcar para espolvorear por encima justo antes de servir.

Manos a la obra: el montaje en 20 minutos

Lo primero que hago siempre es el café, para que le dé tiempo a enfriarse mientras preparo lo demás. Lo vierto en un plato hondo para que luego sea fácil mojar los bizcochos.

Mientras el café pierde temperatura, me pongo con la crema. Este es el único punto donde las cosas pueden torcerse un poco. En un bol grande y frío, monto la nata con el azúcar glas. Empiezo a velocidad baja y voy subiendo. El truco es pararse justo cuando se forman picos suaves. Si te pasas, se corta, y eso no tiene arreglo.

Cuando la nata está lista, añado el mascarpone y un toque de vainilla. Aquí guardo la batidora y uso una espátula. Con movimientos suaves y envolventes, integro el queso hasta que no queda ni un grumo. La idea es no sobrebatir para no perder el aire que hemos conseguido.

Ahora viene la parte divertida: el montaje. Cojo los vasitos y empiezo. Parto los bizcochos por la mitad, los paso por el café frío (un segundo por cada lado, no más) y cubro el fondo. Luego, una capa generosa de crema. Repito el proceso: bizcochos mojados, capa de crema. Así hasta llenar el vaso, terminando siempre con la crema.

Pequeños trucos que he aprendido por el camino

Con el tiempo, he ido descubriendo detalles que mejoran aún más el resultado. Por ejemplo, el reposo en la nevera es sagrado. Un mínimo de dos horas es obligatorio, pero si puedes dejarlo cuatro horas o incluso toda la noche, los sabores se asientan y la textura se vuelve perfecta.

Una vez, por pura curiosidad, añadí unas virutas de chocolate negro entre la capa de bizcochos y la de crema. Le dio un punto crujiente que fue todo un éxito. Desde entonces, a veces lo hago si quiero darle un toque extra.

También aprendí que si no tienes cacao en polvo, puedes rallar finamente una tableta de chocolate negro con un pelador de patatas. El efecto no es tan pulcro, pero el sabor es increíble. Cada versión tiene su encanto.

Y esta receta ha viajado conmigo. Se ha adaptado a diferentes cocinas, a diferentes cafés y a los gustos de mucha gente. Se ha convertido en una especie de ritual sencillo que me conecta con esos momentos de caos que terminan en algo delicioso. Quizás por eso me gusta tanto.

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