Hay olores que te transportan directo a la infancia, ¿verdad? Para mí, uno de esos es el de la masa friéndose mezclado con azúcar. Sobre todo en esas tardes de lluvia que parecían eternas.
No había mucho más que hacer, y de repente, la cocina se convertía en el centro del universo. La promesa de algo dulce y calentito nos alegraba al instante.
Contenido
Lo que juntábamos en la cocina
Todo empezaba con lo básico que casi siempre había en casa. Un par de tazas de harina de trigo, que tamizábamos para que quedara más fina. A eso le sumábamos media tacita de azúcar (¡aunque a veces se nos iba la mano!), un par de cucharaditas de polvo de hornear para que luego inflaran bonito, y esa pizquita de sal que siempre realza lo dulce.
Luego, en otro cacharro, mezclábamos lo «húmedo»: un huevo, más o menos media taza de leche, una cucharadita de esencia de vainilla (ese olor sí que anunciaba cosas buenas) y un par de cucharadas de mantequilla que derretíamos un momento.
Manos a la obra (y a la masa)
Hacíamos un hueco en el centro de la harina y ¡zas!, para adentro los líquidos. Al principio usábamos una espátula, pero siempre terminábamos metiendo las manos. Es la mejor forma de sentir la masa.
Tiene que quedar suavecita, manejable, que no se te pegue en los dedos como chicle, pero tampoco seca. Si la notaba muy pegajosa, le añadía un poquito más de harina, poco a poco, hasta dar con el punto.
Después venía lo más divertido: hacer bolitas. Cogíamos pellizcos de masa y les dábamos forma redondita, más o menos del tamaño de una nuez. Era casi como jugar.
El chisporroteo mágico y el toque final
Mientras, poníamos a calentar aceite en una sartén. No hace falta una piscina, con que cubra unos 2 o 3 centímetros es suficiente. Hay que tener cuidado aquí, que el aceite caliente impone respeto. Cuando veíamos que ya estaba listo (sin que humeara, ¡ojo!), íbamos echando las bolitas con cuidado.
El sonido del chisporroteo era música celestial. Se daban la vuelta solas a veces, y en un par de minutos por cada lado ya estaban doraditas y listas. Las sacábamos con una espumadera, dejando que escurriera el aceite sobrante sobre papel de cocina.
Y el toque final, el que les daba el nombre y la gracia: aún calentitas, las pasábamos por un plato lleno de azúcar. Se quedaba pegada, formando una capita dulce y un poco crujiente que era una maravilla.
Desaparecían en minutos…
No sé cuánto tardábamos en hacerlas, quizá media hora desde que empezábamos a mezclar hasta que salía la última tanda. Lo que sí sé es que duraban menos todavía en el plato. Eran perfectas para acompañar un vaso de leche o un café.
¿Calorías? Ni idea, la verdad. En esas tardes grises, la única cuenta que importaba era cuántas bolitas tocaban a cada uno antes de que se acabaran.
Hoy las sigo haciendo a veces, sobre todo cuando quiero un capricho rápido y fácil. No sé si saben exactamente igual, quizás les falta ese ingrediente secreto de la niñez, pero cierro los ojos y casi puedo escuchar la lluvia fuera mientras me como una.
Si te gustó esta receta, aquí tienes otra que seguro te va a encantar