Nunca se me había ocurrido que hacer queso fresco pudiera ser tan… ¿fácil? Siempre pensé que era cosa de expertos o de gente con equipamiento especial. Pero un día, con un litro de leche a punto de caducar, me dije: «¿Y si pruebo?». El resultado me sorprendió tanto que ahora lo hago de vez en cuando, sobre todo cuando quiero algo rápido y casero.
Contenido
- 1 Lo poco que necesitas (y seguro tienes en casa)
- 2 Calentar sin quemar: El primer paso clave
- 3 El momento mágico (¡y un poco de ciencia!)
- 4 Paciencia, un colador y ¡adiós al suero!
- 5 El toque final: Sal, forma y un poco de frío
- 6 ¿Y ahora qué? ¡A disfrutar!
- 7 Si te gustó esta receta, aquí tienes otra que seguro te va a encantar
Lo poco que necesitas (y seguro tienes en casa)
La verdad es que no hace falta casi nada. Lo principal, obviamente, es un litro de leche entera. He usado fresca de granja y también la típica pasteurizada del súper, y funciona bien con ambas. Lo crucial es tener algo ácido para cortarla: yo suelo usar jugo de limón recién exprimido, unas 3 o 4 cucharadas soperas, pero el vinagre blanco (el normal de cocina) también sirve perfectamente. A veces, si veo el limón muy denso, le pongo un chorrito de agua para diluirlo un poco, pero no siempre es necesario. Y por último, media cucharadita de sal, aunque esto es totalmente al gusto, ¡puedes ajustarlo como prefieras!
Calentar sin quemar: El primer paso clave
Aquí empieza la acción. Pongo la leche en una olla, mejor si es un poco grandecita, a fuego medio. Mi consejo de oro: ¡no dejes de remover de vez en cuando! Ya me pasó una vez que me distraje y se pegó un poco al fondo… el saborcillo a quemado no es nada agradable, créeme. La idea es que la leche se caliente bastante, que humee, pero ojo, sin que llegue a hervir a borbotones. Si tienes termómetro de cocina, busca unos 80-85°C. Si no, fíate de tu vista: cuando esté bien caliente y veas vapor, ¡listo!
El momento mágico (¡y un poco de ciencia!)
Con la leche ya en su punto, retiro la olla del fuego un segundo y añado el jugo de limón (o el vinagre). Lo hago poco a poco mientras remuevo suavemente. Es fascinante ver cómo, casi al instante, la leche empieza a transformarse. Se separa como por arte de magia: por un lado, unos grumos blancos y sólidos (esa es la cuajada, nuestro futuro queso) y por otro, un líquido medio transparente y amarillento (el suero). Si por alguna razón ves que tarda en cortarse, puedes añadir un pelín más de ácido, pero con cuidado para no pasarte.
Una vez que se ha separado bien, apago el fuego si no lo había hecho ya, tapo la olla y la dejo reposar tranquila unos 5 o 10 minutitos. Es como darle tiempo a que todo se asiente bien.
Paciencia, un colador y ¡adiós al suero!
Ahora toca separar nuestro tesoro. Preparo un bol grande y encima pongo un colador fino. Lo ideal es cubrir el colador con una tela de quesero o una gasa limpia, pero si no tienes, un paño de cocina de algodón que esté bien limpio también funciona. Con mucho cuidado, vierto todo el contenido de la olla sobre la tela.
El suero empezará a caer al bol de abajo. Hay que dejarlo escurrir bien, sin prisas. Puedes incluso apretar un poquito la tela con las manos (¡limpias!) para ayudar a que salga más líquido. Por cierto, ¡no tires el suero! Es súper nutritivo. Yo a veces lo guardo en la nevera y lo uso para enriquecer sopas, purés, o incluso para hacer pan o bizcochos.
El toque final: Sal, forma y un poco de frío
Cuando la cuajada está bien escurrida (ya no gotea o gotea muy poco), la paso a un cuenco limpio. Es el momento de añadir la sal. Mezclo bien con una cuchara para que se reparta por todas partes.
Aquí tienes dos opciones, según cómo te guste el queso: si lo quieres más compacto, tipo bloque, pon la cuajada en un molde pequeño (un tupper, un aro de emplatar, ¡lo que tengas!) y presiona suavemente para que coja forma. Si prefieres una textura más suelta, más parecida al requesón o la ricota, simplemente déjala tal cual en el cuenco.
Y ya casi está. Lo meto en la nevera al menos una media hora para que se enfríe bien y termine de coger consistencia. Aunque la tentación de probarlo al momento es grande, te aseguro que el sabor mejora un montón si le das ese tiempo de reposo en frío.
¿Y ahora qué? ¡A disfrutar!
Y voilà. En poco más de media hora de trabajo activo (más los reposos), tienes tu propio queso fresco casero. La satisfacción es enorme. Me encanta cortarlo en daditos para una ensalada, desmenuzarlo sobre unos tacos, untarlo en una buena rebanada de pan con un chorrito de aceite de oliva… o, para qué engañarnos, a veces simplemente me lo como a pellizcos directamente del recipiente. ¡Espero que te animes a probarlo!
Si te gustó esta receta, aquí tienes otra que seguro te va a encantar