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RECETA DR BUÑUELOS

La primera vez que intenté hacer buñuelos por mi cuenta fue un desastre monumental. Quería recrear ese sabor de mi infancia, el de las tardes de invierno en casa de mi abuela, pero el resultado fue una bandeja de cosas duras como piedras, quemadas por fuera y con una masa pálida y cruda por dentro.

Mi abuela nunca usó un recetario. Cocinaba por instinto, por el recuerdo de sus propias manos aprendiendo de su madre. Yo, en cambio, con toda la información del mundo a mi alcance, no era capaz de conseguir ni la mitad de su magia.

Después de varios intentos fallidos, comprendí que el secreto no estaba solo en los ingredientes, sino en los pequeños detalles, en esos gestos que nadie escribe en las recetas formales. Esta es la historia de cómo, a base de prueba y error, conseguí acercarme a aquel sabor perdido.

Un capricho que no entiende de calorías

Si hay algo que aprendí es que hay ciertas recetas que no se pueden abordar con una calculadora en la mano. Mi abuela, desde luego, no lo hacía. Ella cocinaba con el alma, y su comida alimentaba más que el cuerpo.

Siendo sincero, nunca me he parado a contar las calorías de estos buñuelos con exactitud. Sería como intentar medir la felicidad. Sin embargo, en mi época de obsesión por la nutrición, calculé que una porción generosa, quizás unos cuatro o cinco buñuelos, podría rondar las 400 calorías.

No es un postre para todos los días, claro está. Es un capricho, una pequeña celebración. Es el tipo de comida que se disfruta mejor en compañía, donde las risas y la conversación hacen que cualquier preocupación por la báscula desaparezca por completo.

Los ingredientes: el arsenal de la abuela

Lo maravilloso de esta receta es que no necesitas nada sofisticado. Son los mismos ingredientes humildes que mi abuela tenía siempre en su despensa, capaces de transformarse en algo extraordinario.

Para esta aventura vas a necesitar harina de trigo, la más común y corriente que encuentres en el supermercado. Nada de harinas especiales.

También un huevo, que le da un poco de cuerpo a la masa, y azúcar, solo un toque para la mezcla principal. La verdadera fiesta de dulzor viene al final.

Luego está la leche entera. He probado con semidesnatada, pero no es lo mismo. La grasa de la leche entera les da una esponjosidad especial, así que si puedes, no escatimes en esto.

Y por último, el aceite de girasol. Abundante. Este es uno de los grandes secretos. Necesitas suficiente aceite para que los buñuelos floten y bailen mientras se doran.

Preparando la masa: diez minutos de terapia

Hacer la masa es la parte más rápida y relajante. En un bol grande, pongo la harina con el azúcar. Hago un pequeño hueco en el centro, como un volcán, y ahí casco el huevo.

Luego voy añadiendo la leche poco a poco mientras mezclo con unas varillas manuales. Empiezo desde el centro, integrando el huevo, y luego voy incorporando la harina de los lados.

El objetivo es conseguir una textura parecida a la de una papilla espesa, sin un solo grumo. No hay que batir en exceso, solo lo justo para que todo esté unido. Este proceso no te llevará más de diez minutos y es casi terapéutico.

El momento de la verdad: la fritura

Aquí es donde me estrellé tantas veces. El secreto no es el fuego, es la temperatura. Si el aceite está demasiado caliente, se forma una costra oscura al instante y el interior queda líquido. Si está demasiado frío, el buñuelo absorbe grasa y queda pesado y aceitoso.

Pongo la sartén con el aceite a fuego medio. Para saber si está listo, echo una gotita de masa. Si baja al fondo y sube lentamente rodeada de un burbujeo suave, es el momento perfecto.

Para formar los buñuelos uso el truco de las dos cucharas. Con una cojo una porción de masa y con la otra la empujo suavemente sobre el aceite caliente. Así salen con esa forma irregular y rústica tan característica.

No hay que tener prisa. Frío unos pocos cada vez, dándoles espacio. Ellos solos se hinchan y a menudo se dan la vuelta solos. Cuando tienen un color dorado precioso por ambos lados, los saco con una espumadera.

Lecciones que aprendí a base de quemaduras

El primer consejo es la paciencia. La fritura es un ritual que exige tu atención completa. Olvídate del móvil o de la televisión por unos minutos.

Otro descubrimiento fue añadir un toque de sabor a la masa. La ralladura de la piel de un limón o de una naranja cambia por completo el resultado. Le da un aroma fresco que perfuma toda la cocina.

Asegúrate de poner los buñuelos recién sacados sobre papel de cocina. Ese simple gesto elimina el exceso de grasa y marca la diferencia entre un buñuelo ligero y uno pesado.

Y el paso final: el rebozado. Hay que hacerlo mientras todavía están calientes, pero no ardiendo. Así es como el azúcar se adhiere perfectamente, creando esa capa dulce y crujiente.

Estos buñuelos han evolucionado conmigo. Han sido testigos de tardes de lluvia, de visitas de amigos y de antojos de medianoche. He aprendido que la receta no es una ley escrita en piedra, sino un punto de partida.

A veces pienso que, más que una receta, lo que mi abuela me dejó fue un recuerdo. El recuerdo de un sabor que me obligó a aprender, a fallar y a volver a intentarlo.

Hoy, cuando ese olor a fritura buena y a azúcar inunda mi casa, no solo estoy cocinando. Por un instante, es como si volviera a tener ocho años, sentado en su cocina, esperando a que el primer buñuelo estuviera listo solo para mí. Es curioso cómo algo tan simple como harina, leche y aceite puede convertirse en una máquina del tiempo.

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