Siempre he tenido una relación complicada con la hora del café. Me encanta ese momento de pausa, pero la batalla interna por algo dulce que lo acompañe era agotadora. Un trozo de bizcocho tradicional me parecía la gloria, pero luego venía esa sensación de pesadez, el remordimiento.
Decidí que tenía que haber otra manera. Quería algo que fuera un capricho de verdad, pero que no me hiciera sentir culpable después. Ahí empezó mi aventura en la cocina, probando y fallando, hasta que di con un ingrediente inesperado que lo cambió todo: el humilde boniato.
Este bizcocho nació de esa búsqueda. Es húmedo, lleno de sabor y, lo mejor de todo, me deja disfrutar de mi café con una sonrisa, sin dobles intenciones. La preparación activa no te llevará más de media hora, el resto es la dulce espera mientras el horno hace su magia.
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Hablemos de las calorías (y por qué no importan tanto aquí)
Cuando empecé a interesarme más por lo que comía, me obsesioné un poco con los números. Me di cuenta de que una porción de mis bizcochos de siempre podía rondar fácilmente las 500 calorías, una bomba de azúcar y harina refinada.
Al principio, intenté hacer versiones «ligeras» que sabían a cartón. Fue frustrante. Pero con esta receta, el juego es diferente. El boniato aporta un dulzor y una estructura natural que nos permite reducir otros ingredientes menos deseables.
Haciendo un cálculo rápido, una porción generosa de este bizcocho se queda en unas 280 calorías. Pero más allá del número, lo importante es de dónde vienen: de un tubérculo lleno de fibra y vitaminas, de huevos, de coco… Te sientes saciado y nutrido, no vacío y con ganas de más azúcar.
Los ingredientes que hacen la magia
Para esta pequeña joya no necesitas nada del otro mundo. Todo gira en torno a dos boniatos medianos. Yo suelo hervirlos ya pelados y troceados, pero si tienes tiempo, asarlos en el horno concentra aún más su sabor. Lo importante es que queden tan tiernos que puedas hacerlos puré con un simple tenedor.
Luego, necesitarás tres huevos grandes, a poder ser de esos que tienen la yema bien naranja, que le dan un color precioso a la masa.
Para la grasa, soy fan del aceite de coco, media taza le da un aroma increíble. Pero si no tienes o no te gusta, no te preocupes, cualquier aceite vegetal suave como el de girasol funciona perfectamente. Lo he probado y te aseguro que sale delicioso.
El dulzor viene de una taza de azúcar moreno, que le da un toque acaramelado. Confieso que a veces, según el día, le pongo un poco menos, sobre todo si los boniatos han salido muy dulces. Aquí puedes jugar tú.
Y para rematar el toque tropical, una taza de leche de coco y otra de coco rallado. La leche de coco lo hace increíblemente jugoso. Busca un coco rallado que no lleve azúcar añadido, no le hace ninguna falta.
Por último, el impulso que necesita: una cucharada generosa de polvo para hornear (la levadura química de toda la vida). Y mi toque personal, que para mí es innegociable: canela en polvo al gusto.
Manos a la obra: mi ritual en la cocina
Lo primero es siempre preparar el puré de boniato y dejar que se enfríe un poco. Si está muy caliente, podría cocinarnos los huevos antes de tiempo y no queremos eso.
En un bol grande, donde haya espacio para trabajar sin miedo a salpicar, bato ligeramente los tres huevos. Luego añado el aceite y el azúcar moreno, y bato otro poco hasta que el azúcar empieza a disolverse y todo tiene un aspecto uniforme.
Es el momento de añadir el puré de boniato. Lo integro bien con una espátula, con movimientos suaves. Verás cómo la mezcla coge un color anaranjado precioso. Después, vierto la leche de coco y sigo mezclando hasta que la masa sea homogénea.
Ahora le toca al coco rallado. Al añadirlo, la masa se vuelve más densa, con más cuerpo. Ya casi huele a bizcocho.
Ahora viene un paso clave: la levadura química. La añado y la integro con movimientos envolventes, sin batir en exceso. Si batimos demasiado después de añadir la levadura, el bizcocho se puede poner caprichoso y no subir como debería. A veces, aquí también le pongo una pizca de canela a la masa.
Preparo el molde. Lo engraso bien y, como no usamos harina de trigo, lo espolvoreo con un poco de harina de arroz. Así me aseguro de que no se pegue nada. Vuelco la masa en el molde, la aliso un poco por encima y la llevo al horno, que ya estará caliente a 180°C.
Y aquí viene la parte más difícil: la espera. Unos 40 minutos. Sabrás que está listo con el truco infalible del palillo: si al pincharlo en el centro sale limpio o con alguna miga húmeda pegada, está perfecto.
Lo dejo enfriar unos minutos en el molde antes de pasarlo a una rejilla. Este paso es importante para que no se rompa al desmoldarlo. Una vez frío, lo espolvoreo generosamente con canela. Ese aroma final es parte de la experiencia.
Algunos secretos que aprendí por el camino
Esta receta es un punto de partida. A lo largo del tiempo, he ido probando pequeñas variaciones que a veces funcionan de maravilla.
Una vez, por pura curiosidad, le añadí un puñado de nueces troceadas a la masa. Qué acierto. El crujiente de las nueces con la textura húmeda del bizcocho es espectacular.
Si eres un adicto al chocolate, como un buen amigo mío, puedes añadir unas pepitas de chocolate negro (del 70% o más). Se derriten en el horno y crean pequeños volcanes de sabor. Eso sí, las calorías ahí ya son otro cantar, pero un día es un día.
He probado a cambiar el azúcar por sirope de arce. Funciona, pero hay que usar un poco menos de cantidad porque endulza más y añade más líquido a la masa. El sabor cambia, se vuelve más profundo.
Me encanta solo, tal cual, acompañando el café. Pero si tengo invitados, a veces lo sirvo con una cucharada de yogur griego natural por encima, o incluso con una bola de helado de vainilla si la ocasión es especial.
El final de una búsqueda
Este bizcocho se ha convertido en un pequeño ritual en mi casa. Es la prueba de que se puede comer rico, disfrutar de un dulce sin sentir que estás cometiendo un pecado y, sobre todo, encontrar una alegría inmensa en las cosas sencillas.
No es solo una receta; es el final de una búsqueda. Es mi manera de decirme a mí mismo que cuidarse no significa renunciar al placer. A veces, pienso en cómo algo tan simple como un boniato pudo cambiar por completo mi concepto de lo que era un postre.
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