Recuerdo perfectamente la primera vez que intenté hacer una lasaña. Me acababa de mudar a mi primer piso y quería impresionar a mis amigos con una cena “de adulto”. Tenía una idea romántica de mí mismo, con un delantal, sirviendo porciones perfectas y humeantes.
La salsa de carne quedó aguada, la bechamel llena de grumos que parecían pequeños icebergs y, al hornearla, todo se convirtió en una especie de sopa de pasta. Fue una lección de humildad. Esa noche cenamos pizza, pero me negué a darme por vencido.
Esa lasaña fallida fue el comienzo de un largo viaje. Me obsesioné con perfeccionarla, y lo que vas a leer no es una receta sacada de un libro, sino el resultado de muchas pruebas, errores y alguna que otra quemadura.
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El susto de las calorías y cómo hice las paces con ellas
Cuando empecé a interesarme un poco más por lo que comía, decidí calcular las calorías de mi receta estrella. El resultado fue un shock: cada porción superaba las 800 calorías. Por un momento pensé en abandonar la lasaña para siempre, relegarla a un capricho de una vez al año.
Pero soy testarudo. Empecé a experimentar. Me di cuenta de que usando una carne con menos grasa y controlando la cantidad de aceite, podía reducir bastante el aporte calórico.
La gran victoria fue con la bechamel. Probé versiones con leche desnatada, pero el resultado no era el mismo. Al final, la solución fue simple: hacer la bechamel tradicional, pero usar una capa más fina. Así mantienes toda la cremosidad y el sabor, pero con menos cantidad.
Ahora, mi lasaña ronda las 600 calorías por porción. Sigue sin ser un plato ligero, claro, pero es una comida completa y contundente que disfruto sin remordimientos, sabiendo que cada ingrediente está puesto con intención.
Ingredientes para mi versión de lasaña
Lo que más me gusta de esta receta es que sus ingredientes son sencillos, casi humildes. No necesitas nada exótico, pero la calidad, sobre todo en un par de cosas, marca la diferencia. Esto es lo que yo uso para una fuente grande, que suele dar para unas 6 personas con buen apetito.
Para la salsa de carne, que es el corazón de todo:
- Medio kilo de carne picada. El carnicero de mi barrio, un señor sabio llamado Javier, siempre me insiste en que mezcle ternera y cerdo. La ternera da sabor y el cerdo, jugosidad. Si solo tienes una de las dos, no pasa nada, pero la mezcla es superior.
- Una cebolla grande y un par de dientes de ajo. Son la base de casi todo lo bueno en la cocina.
- Una zanahoria. Este fue un truco que aprendí de una amiga italiana. Rallada muy fina, se deshace en la cocción y le da un dulzor natural a la salsa que equilibra la acidez del tomate.
- Una lata de tomate triturado de buena calidad. Aquí no escatimes. Un buen tomate es crucial.
- Un chorrito de vino tinto. Opcional, pero le da una profundidad al sabor increíble.
Para la bechamel, mi antigua enemiga:
- Un litro de leche entera. No uses desnatada, por favor, no funciona igual.
- Unos 60 gramos de mantequilla y la misma cantidad de harina. La proporción es clave.
- Sal, pimienta y, mi toque personal, nuez moscada recién rallada. Es el aroma que transforma una salsa blanca normal en una bechamel de verdad.
Y para montar esta maravilla:
- Un paquete de láminas de lasaña. He probado de todo tipo. Las que necesitan cocción previa quedan un poco más tiernas, pero por comodidad, muchas veces uso las que van directas al horno.
- Mucho queso. Unos 300 gramos de mozzarella rallada que se funda bien y unos 100 gramos de parmesano para darle ese toque salado y gratinado por encima.
Manos a la obra: mi ritual para la lasaña
Preparar la lasaña es mi terapia de domingo. Me pongo música, me sirvo una copa de vino y empiezo el proceso sin prisas. El tiempo total, desde que empiezo a picar la cebolla hasta que la saco del horno, es de unas dos horas. Una hora y media de preparación y unos 30-40 minutos de horneado.
Primero, la salsa. En una olla grande, sofrío la cebolla picada muy fina hasta que está transparente. Luego añado el ajo y la zanahoria rallada. Un par de minutos después, incorporo la carne. La voy deshaciendo con una cuchara de madera, dejando que se dore bien.
Cuando la carne tiene color, vierto el vino tinto y dejo que el alcohol se evapore. Ese olor que sube es una de mis partes favoritas. Después, el tomate, una pizca de azúcar para la acidez, sal, pimienta y una hoja de laurel. Bajo el fuego al mínimo, tapo la olla y la dejo cocinar lentamente durante al menos 45 minutos. La prisa es el peor enemigo de una buena salsa.
Mientras la salsa hace su magia, me enfrento a la bechamel. Derrito la mantequilla en un cazo, añado la harina y la cocino un par de minutos. Esto es importante para que luego no sepa a harina cruda.
Y ahora, el momento de la verdad: la leche. La voy añadiendo poco a poco, casi hilo a hilo al principio, sin dejar de remover con unas varillas. Si la echas de golpe, aparecen los temidos grumos. Una vez que he integrado toda la leche, la sazono con sal, pimienta y una buena cantidad de nuez moscada. La dejo espesar a fuego bajo sin dejar de remover.
Montar la lasaña es como construir un edificio. Empiezo con una capa fina de salsa de carne en el fondo de la fuente para que la pasta no se pegue. Luego, una capa de láminas de pasta, más salsa de carne, una capa de bechamel y una lluvia de mozzarella. Repito el proceso hasta acabar los ingredientes.
La última capa es crucial: cubro la pasta con el resto de la bechamel y espolvoreo generosamente el queso parmesano por encima. Esto creará la costra dorada y crujiente.
La meto en el horno precalentado a 180°C. Los primeros 20 minutos la cubro con papel de aluminio para que se cocine bien por dentro. Luego, le quito el papel y la dejo otros 15-20 minutos para que se gratine y burbujee.
Los trucos que aprendí a base de errores
A lo largo de los años, he acumulado algunos trucos. El más importante: la paciencia. Deja que la salsa se cocine a fuego lento y no te apures con la bechamel.
Si usas láminas de pasta que necesitan cocción, cuécelas en abundante agua con sal y un chorrito de aceite. En cuanto estén listas, pásalas a un bol con agua fría. Esto corta la cocción y evita que se peguen entre ellas, un error de novato que cometí muchas veces.
Otro descubrimiento fue el reposo. Cuando saques la lasaña del horno, no la cortes inmediatamente. Déjala reposar unos 10 minutos. Parece una tortura, pero permite que las capas se asienten y podrás cortar porciones limpias sin que se desmoronen.
Una vez, por variar, añadí unas lonchas de jamón serrano entre las capas. El resultado fue un sabor más intenso y salado, muy interesante. No lo hago siempre, pero es una buena opción si quieres sorprender.
Esta lasaña que nació de un fracaso se ha convertido en una tradición. Es el plato de las celebraciones, de los domingos en familia, de cuando necesito una dosis de comida que abrace por dentro.
No es solo una receta. Es la historia de cómo aprendí que, a veces, para que algo salga muy bien, primero tiene que salir un poco mal. Es un plato que lleva tiempo y dedicación, pero cada bocado, con esa mezcla de texturas y sabores, te demuestra que ha merecido la pena.
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