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Churros Caseros

Nunca olvidaré el olor. Era una mezcla de aceite caliente, azúcar y algo frito que te abrazaba en las mañanas frías de Madrid. Tenía unos diez años y mi abuelo me había llevado a una de esas churrerías de toda la vida, un local pequeño y ruidoso donde el tiempo parecía haberse detenido.

Aquellos churros no eran como nada que hubiera probado. Crujían de una forma escandalosa al morderlos, pero por dentro eran increíblemente tiernos, casi aire. Mojarlos en ese chocolate espeso era un ritual sagrado.

Años después, ya independizado, me asaltó la nostalgia en un día tonto de domingo. “¿Qué tan difícil puede ser?”, me pregunté con la arrogancia del que nunca se ha enfrentado a una masa frita. La respuesta, como descubriría pronto, era: muy difícil.

Sobre las calorías y los pequeños placeres

Mi primer intento serio de hacer churros coincidió con una fase en la que mi amiga Laura contaba cada caloría que comía. Cuando le dije que iba a hacer churros, su cara fue un poema. “¿Sabes cuántas calorías tiene eso?”, me preguntó, sacando el móvil para buscarlo.

La cifra que apareció nos dejó helados: dependiendo del tamaño y del acompañamiento, una ración podía superar las 400 calorías fácilmente. Por un momento, casi abandono la misión. Pensé en versiones al horno, en usar edulcorantes… pero me di cuenta de algo.

Hay cosas que no están hechas para ser light. Los churros son un capricho, una celebración. Al hacerlos en casa, al menos controlas la calidad del aceite, usas ingredientes que conoces y los disfrutas recién hechos. Eso, para mí, ya es un tipo de bienestar. Así que le prometí a Laura que solo se comería uno, y seguí adelante. Al final, se comió cuatro.

Ingredientes para esta pequeña aventura

Lo bueno de esta receta es que no necesitas ir a una tienda especializada. Probablemente ya tengas todo en tu cocina, esperando a convertirse en magia.

Para la masa vas a necesitar dos tazas de agua, y aquí no hay mucho secreto. También dos tazas de harina de trigo, la más normal y corriente que encuentres. No te compliques con harinas de fuerza ni cosas raras, no es necesario.

Añade un par de cucharadas de azúcar, una cucharadita de sal para equilibrar los sabores, y cuatro cucharadas de aceite vegetal. Yo uso el de girasol porque tiene un sabor muy neutro.

El toque final, y la parte más delicada, son cuatro huevos grandes. Es importante, y esto lo aprendí a las malas, que estén a temperatura ambiente. Si los echas fríos, la masa se puede cortar y el drama está servido.

Y, por supuesto, necesitarás abundante aceite para la fritura. Aquí no escatimes, los churros tienen que poder nadar cómodamente para dorarse por igual.

El camino hasta el churro perfecto

Aquí empieza lo divertido. Mi primera vez fue un desastre cómico. La cocina parecía un campo de batalla y los churros, unas cosas pálidas y aceitosas. Pero de los errores se aprende.

Primero, pon en una olla el agua con el azúcar, la sal y las cuatro cucharadas de aceite. Llévalo a fuego medio hasta que rompa a hervir. En cuanto veas burbujas, retíralo del fuego.

Ahora, con decisión, echa toda la harina de golpe. Con una cuchara de madera, remueve como si no hubiera un mañana. Al principio es un caos, pero en menos de un minuto, la masa se unirá y se convertirá en una bola que se despega de las paredes de la olla.

Ponla de nuevo a fuego bajo un minuto más sin dejar de remover. Esto ayuda a secar un poco la masa. Luego, retírala y déjala enfriar unos cinco o siete minutos. Si metes los huevos ahora, harás un revuelto dulce, y no queremos eso.

Una vez que la masa esté templada, añade los huevos, pero uno a uno. No añadas el siguiente hasta que el anterior no esté totalmente integrado. La masa se pondrá fea, parecerá que se ha separado. No entres en pánico. Sigue removiendo con energía y volverá a unirse, quedando suave y brillante.

Ahora, la fritura. Calienta el aceite a unos 180°C. Si no tienes termómetro, como yo al principio, hay un truco: echa un trocito de masa. Si se dora en poco más de un minuto, está listo. Si se quema al instante, baja el fuego. Si se va al fondo y no hace nada, ten paciencia.

Mete la masa en una manga pastelera con boquilla de estrella. La primera vez que lo hice, apreté con tanta fuerza que la manga reventó por detrás. Un desastre. Hazlo con suavidad. Ve echando tiras de masa sobre el aceite, cortándolas con una tijera.

Fríelos por tandas de pocos para no enfriar el aceite. En unos dos o tres minutos por lado estarán dorados y perfectos. Sácalos con una espumadera y ponlos sobre papel de cocina.

Mientras aún están calientes, rebózalos en una mezcla de azúcar glas y canela. Este paso es fundamental y debe hacerse al momento para que el azúcar se pegue bien.

Algunos trucos que aprendí por el camino

Con el tiempo, he ido perfeccionando mi técnica con pequeñas manías. Por ejemplo, a veces añado una pizca de ralladura de limón a la masa, justo antes de los huevos. Le da un aroma increíble.

Si no tienes manga pastelera, no te rindas. Puedes usar una bolsa de congelación resistente cortando una esquina. No saldrán con la forma estriada, pero el sabor será igual de bueno. Las estrías, en realidad, ayudan a que se frían mejor y queden más crujientes.

El acompañamiento también es un mundo. El chocolate caliente es el rey indiscutible. Pero un día, sin chocolate en casa, probé a mojarlos en dulce de leche. Fue un descubrimiento que cambió las reglas del juego.

Hoy, cada vez que el olor a churros inunda mi cocina, ya no pienso en el desastre de las primeras veces, sino en el placer de haber conseguido replicar aquel recuerdo de mi infancia. Preparar estos churros es más que seguir una receta; es crear un momento de felicidad crujiente, un pequeño lujo casero.

Y eso es algo que no se puede comprar en ninguna churrería. Es el sabor de lo hecho con tus propias manos, con paciencia y con alguna que otra carcajada por el camino.

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