Todo empezó una de esas noches en las que el cuerpo te pide algo dulce, pero la despensa parece tener otros planes. Abres un armario, luego otro, y no encuentras más que aire y algún paquete de arroz a medio empezar. Justo cuando estaba a punto de rendirme, lo vi: un plátano solitario en el frutero, con la piel tan oscura que casi gritaba “¡úsame o tírame!”.
Fue en ese momento de desesperación cuando surgió la idea. ¿Y si ese plátano tristón pudiera convertirse en la base de algo delicioso? No tenía muchas esperanzas, pero el antojo era más fuerte. Así nacieron estas galletas, casi por accidente, y cambiaron por completo mi forma de entender los postres.
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Un vistazo a lo que de verdad importa: las calorías y el porqué son distintas
Cuando empecé a interesarme un poco más por lo que comía, una de las primeras cosas que me sorprendió fue el tema de las calorías en los dulces. Una simple galleta comercial puede dispararse a más de 150 calorías, la mayoría provenientes de azúcar refinado y grasas de dudosa calidad. Te la comes y, al poco tiempo, quieres otra.
Al crear esta receta, hice un cálculo rápido por pura curiosidad. Cada una de estas galletas, dependiendo del tamaño, ronda las 80 o 90 calorías. Pero la diferencia no está solo en el número, sino en el origen. Son calorías que vienen de la fibra de la avena, de las grasas saludables de las nueces y del dulzor natural de la fruta. El resultado es que te comes una o dos y te sientes realmente satisfecho.
Los cómplices de mi experimento en la cocina
Para esta aventura improvisada, no necesité nada extravagante. De hecho, usé lo que cualquier persona podría tener en su cocina en un día normal.
Mi ingrediente estrella, por supuesto, fue aquel plátano maduro. Cuanto más oscuro esté, mejor, porque su dulzor se concentra y se convierte en la base perfecta.
Luego eché un vistazo a la despensa y cogí una taza de avena. A veces uso la instantánea si quiero una textura más suave y uniforme, pero otras veces prefiero la tradicional para que las galletas tengan más cuerpo y una mordida más rústica.
Necesitaba algo que uniera la masa, así que un huevo fue la elección obvia. Y para darle un poco de alegría, añadí una pizca de canela en polvo, cuyo aroma al hornearse es simplemente espectacular.
Para la textura crujiente, encontré un puñado de nueces al fondo de un bote. Las piqué un poco con las manos, sin mucha ceremonia. Y para esos toques de dulzura intensa, unas pocas pasas eran justo lo que faltaba. No soy muy fan de que estén por todas partes, así que con un tercio de taza fue suficiente.
Al final, añadí una pizca de sal, un truco que aprendí hace tiempo para que todos los sabores dulces resalten mucho más, y un chorrito de esencia de vainilla porque me encanta el perfume que deja.
Manos a la masa: un proceso de menos de 20 minutos
Lo mejor de esta receta es que no tiene ningún misterio. Lo primero que hice fue encender el horno a 180 grados, más por costumbre que por otra cosa, para que fuera cogiendo temperatura mientras yo hacía mi mezcla.
En un bol, aplasté el plátano con un tenedor hasta que se convirtió en un puré. No busco la perfección, algunos grumos le dan carácter. A esa mezcla le añadí el huevo y la vainilla, y lo batí todo con el mismo tenedor.
Después, eché directamente encima los ingredientes secos: la avena, la canela, el polvo para hornear y la sal. Lo removí con una cuchara hasta que pareció que todo estaba más o menos integrado.
El toque final fue añadir las nueces y las pasas, mezclando lo justo para que se repartieran. La masa que resulta es pegajosa y no tiene un aspecto especialmente glamuroso, pero confía en el proceso.
Con dos cucharas, fui formando pequeñas bolas irregulares y las coloqué sobre una bandeja con papel de horno. Las aplasté un poco con el dorso de la cuchara para darles forma de galleta. Esta parte me llevó, como mucho, 5 minutos.
Las metí en el horno y, en unos 12 o 15 minutos, la cocina empezó a oler de maravilla. Supe que estaban listas cuando los bordes empezaron a dorarse. En total, desde que vi el plátano hasta que saqué las galletas, no pasaron ni 20 minutos.
Algunos descubrimientos que hice por el camino
Con el tiempo, he ido haciendo pequeñas variaciones a esta receta, casi siempre por necesidad o curiosidad.
Una vez no tenía nueces y usé almendras laminadas. El resultado fue fantástico, con un crujiente diferente. Otra vez, en lugar de pasas, piqué muy finos un par de dátiles Medjool, y las galletas quedaron aún más dulces y jugosas.
Mi amiga vegana me dio la idea de sustituir el huevo por un “huevo de chía”, que se hace mezclando una cucharada de semillas de chía con tres de agua y dejándolo reposar unos minutos. Me dijo que funciona perfectamente y mantiene la textura.
También descubrí que si añades un poco de ralladura de piel de naranja a la masa, le das un toque cítrico y fresco que contrasta de maravilla con la canela. Es un pequeño detalle que transforma por completo el sabor.
Estas galletas empezaron como una solución de emergencia a un antojo nocturno. Hoy, se han convertido en un básico en mi casa. Las preparo cuando sé que voy a tener una semana ajetreada o simplemente cuando quiero darme un capricho sin sentirme culpable.
Quizás esa es la verdadera magia de la cocina. No se trata de seguir recetas complicadas al pie de la letra, sino de mirar lo que tienes a mano, por humilde que sea, y ver el potencial que esconde. Incluso en un plátano olvidado.
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